“Una talla más por favor”, por Santiago Maco
Algo le pasa a estos pantalones. No. Definitivamente no entran. “Holaaa….”. La chica que me atiende ya no está. Nada como quedar abandonado en calzoncillos dentro de un probador, contemplar la propia anatomía bajo la luz fluorescente, darte cuenta de que tu piel es verde, que estás viejo y quizás un poco inflado. Gordo no. Inflado sí.
Algo le pasa a estos pantalones.
No. Definitivamente no entran. “Holaaa….”. La chica que me
atiende ya no está. Nada como quedar abandonado en calzoncillos
dentro de un probador, contemplar la propia anatomía bajo la luz
fluorescente, darte cuenta de que tu piel es verde, que estás
viejo y quizás un poco inflado. Gordo no. Inflado sí.
Hay pocas cosas vetadas para un gay.
Una de éstas es la gordura. Si hay modelos anoréxicas en el
mundo es porque detrás hay un diseñador marica que las obliga a no
comer para entrar en sus vestidos. Esto no quiere decir que no
existan homosexuales con sobrepeso, porque hay varios. Pero unos
kilos de más pueden causar la muerte social de un maricón y
convertirlo en víctima de bullying. Y el bullying gay no es como
cualquiera. Se hace por la espalda, de manera silenciosa y
excluyente. Sin golpear.
“¿Alguien me puede ayudar?”. La
mujerzuela desapareció y este pantalón que no entra me obliga a
revivir traumas de la infancia. Tuve una pubertad de mierda. Fui
gordo. Era el gordo gay del curso. En mi caso, salir del clóset y
adelgazar fueron procesos paralelos. Uno camuflaba al otro. La
gente no entendía por qué a medida que enflaquecía me ponía más
cola. Como si dentro del armario hubiera habido una balanza. Un
kilo menos y la puerta se abría, hasta que quedé en los huesos y
bien drag.
En esa época, mi mecanismo de
defensa era la proyección. Todo el mundo estaba obeso y todo el
mundo era gay. Durante años, me dediqué a alentar a mis
compañeras de curso para que bajaran grasa inexistente. “Deberías
tener 10 kilos menos”, les decía a las pobres quinceañeras que
pesaban 50 y tenían un cuerpo precioso que jamás volverían a ver
en sus vidas. Me atribuyo la fechoría de haber generado
trastornos alimenticios en varias de mis amigas. “Tienes que elegir
una comida al día… y ésa debe ser lechuga”. Les pido perdón.
Más de una década después, un
pantalón me confirma que ya no tengo ni 15 ni 20. Es cierto que los
huesos se ensanchan con la edad y mis piernas se están pareciendo a
las de Beyoncé. Antes, dejaba de comer un día y mi cuerpo se
chupaba; ahora no hay yogurt de tránsito lento que surta efecto. Voy
rumbo a ser extra-linda.
La cosa es que estoy a punto de partir
de vacaciones y no quiero ser la latina de caderas anchas en la playa
nudista de Barcelona. ¿Qué hacer? Debería darme una vuelta por
Mendoza y contrabandear sibutramina. No sé si mi isapre cubrirá una
lipo láser. “¡Por fin! Llevo ene rato llamándote”. Mierda. No
hay tallas más grandes.
Santiago Maco es un publicista gay de 30 años, trabaja en Santiago en una de las agencias más importantes del mundo. Fue a un colegio católico/británico y durante dos años vivió en Italia, mientras estudiaba arte. No deja de ser conservador: ha tenido sólo dos relaciones largas en su vida y ahora lleva cinco años de noviazgo con Manuel, un catalán. |