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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

¿De verdad necesitamos una Cámara de Diputados?

¿qué nos aporta la Cámara de Diputados? ¿En qué nos beneficia su existencia? Tal vez vaya siendo tiempo de que comencemos a cuestionarnos en serio la conveniencia de mantenerla, e iniciemos el proceso destinado a prescindir de ella, en lugar de estar pensando, como pretende el Gobierno, en aumentar el número de sus integrantes. ¿Para qué? ¿Para tener un buzón más grande? Coincidirá usted conmigo en que podemos hacer uno de tamaño gigante, por muchísimo menos dinero.

Por Sergio Fernández Figueroa
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El presupuesto vigente de la Nación revela que la Cámara de Diputados nos costará este año $ 58,5 miles de millones, esto es, casi 2,5 millones de UF.

La cifra es contundente: equivale a unos 5.000 subsidios de vivienda, por ejemplo. En un país con tantas carencias como el nuestro, coincidirá usted conmigo, tiene múltiples usos alternativos.

El punto es: ¿está bien gastada? ¿Estamos los chilenos haciendo buen uso de nuestros escasos recursos destinando un monto tan elevado a mantener en funcionamiento a la mencionada institución? Para responder a esta interrogante, valedera por cierto ―las sociedades, y en particular la nuestra, deberían estar permanentemente evaluando los costos y los beneficios de sus sistemas administrativos―, es necesario contestar de manera previa otra pregunta: ¿es realmente necesaria para el país la Cámara de Diputados? Más que eso, ¿es realmente útil? Lo invito a que tratemos de responderla.

Dos son los ámbitos en donde debemos explorar: las atribuciones y las funciones.

Respecto de las primeras, nuestra Constitución le entrega a la Cámara, en forma exclusiva, sólo dos: fiscalizar los actos del Gobierno, y definir si son procedentes (si han o no lugar) las acusaciones que ella misma genera (es el Senado quien juzga; la Cámara sólo es la instancia acusadora). La primera la ejerce por medio, principalmente, de las interpelaciones y de las comisiones investigadoras; la segunda, por la mayoría simple de sus integrantes, en el caso de aquellas acusaciones en contra del Presidente de la República, y por la mayoría simple de los parlamentarios presentes, en el caso de aquéllas que se efectúan en contra de otras autoridades.

Lo invito a hacer memoria, estimado lector: en los ya 24 años de historia democrática pos dictadura, ¿usted recuerda alguna interpelación que contribuyera a mejorar nuestras instituciones o nuestra vida democrática; que redundara en un perfeccionamiento de nuestra legislación; que prestara alguna utilidad, por escasa que fuese; que sirviera para algo?

No se esfuerce mucho en buscar. No hay ninguna.

Algo similar ocurre con las comisiones investigadoras, cuya acuciosidad depende de cómo estén conformadas en relación con el tema que se investiga (si los acusadores son minoría, se moverá tanto como una lápida), y cuyos resultados específicos han tenido tanta relevancia en el desarrollo y perfeccionamiento de nuestras instituciones, como la forma de mascar chicle la ha tenido en el desarrollo de la industria aeroespacial.

La penosa verdad, apreciado lector, es que ambas, interpelaciones y comisiones investigadoras, tal como están concebidas son inútiles. Son una lastimosa pérdida de tiempo y, no faltaba más, de valiosos recursos fiscales (o sea, de todos).

¿Y qué ocurre con las funciones? Tal vez la Cámara las cumple de manera ejemplar, y ese sólo hecho valida su existencia como parte de nuestra institucionalidad. Quizás su aporte al perfeccionamiento de nuestra democracia es tan grande, tan contundente, que invalida cualquier cuestionamiento. Veamos.

La principal función de la Cámara es participar en el proceso de formación de las leyes. Es colegisladora, junto con el Gobierno y el Senado. Una muestra de la forma en que enfrenta su trascendental cometido, la tuvimos durante el primer trámite del proyecto de reforma tributaria presentado por el Gobierno. ¿Se tomaron los honorables el lapso necesario para entender, como deberían haberlo hecho, tan compleja iniciativa? No. Por el contrario, procuraron despacharla en el mínimo tiempo posible, tal como la Presidenta se los había solicitado. ¿Permitieron que todos quienes tuviesen algo que decir al respecto, dispusieran de las facilidades necesarias para hacerlo? No. Son ya antológicos los 15 minutos que asignaron a la gran mayoría de los interesados (hubo, por cierto, algunos privilegiados; hay personas e instituciones más iguales que otras ante la ley, a juicio de nuestros diputados). ¿Pidieron al Gobierno un diagnóstico completo y detallado acerca de las falencias del sistema vigente y la forma en que éstas se solucionaban con la propuesta gubernamental? No. No lo estimaron necesario, tal vez porque no lo consideran importante. ¿Escudriñaron, artículo por artículo, el documento recibido para comprobar que todas las disposiciones allí establecidas cumplían con los criterios definidos por el gobierno en su mensaje? En absoluto. Se tragaron sin cuestionamiento alguno la absurda especie de que el proyecto es un todo, y que si se le modifica aunque sea una coma, se desvirtúa. ¿Analizaron si la propuesta cumple con los principios que debe reunir todo buen sistema tributario? Para nada. Evidentemente, no les parece relevante. ¿Solicitaron al Gobierno los estudios (que éste dice tener, pero que nunca ha mostrado) que sustentan y validan la bondad y coherencia de la proposición gubernamental? No pensará usted que lo hicieron, ¿verdad? Nada más irrelevante, a juicio de nuestros parlamentarios. Por último, ¿enriquecieron los diputados el proyecto? ¿Aportaron aunque fuese una mejora? ¿Una sola? ¡Cómo se le ocurre! No están para eso los honorables.

La verdad, apreciado lector, es que la Cámara fue, en el primer trámite del proyecto de reforma tributaria, una Cámara – buzón: se limitaron a recibir el proyecto y a despacharlo tal como les llegó. Nada de revisarlo, analizarlo, evaluarlo, corregirlo ni mejorarlo. ¿De verdad necesitamos una institución como ésta? ¿Una institución pasadizo? ¿No tiene usted la sensación de que estamos botando la plata? ¿De que no se produciría cambio negativo alguno en nuestras vidas (porque positivos si habría, partiendo por el menor gasto) si ella no existiese?

Lo invito a reflexionar, estimado lector: ¿qué nos aporta la Cámara de Diputados? ¿En qué nos beneficia su existencia? Tal vez vaya siendo tiempo de que comencemos a cuestionarnos en serio la conveniencia de mantenerla, e iniciemos el proceso destinado a prescindir de ella, en lugar de estar pensando, como pretende el Gobierno, en aumentar el número de sus integrantes. ¿Para qué? ¿Para tener un buzón más grande? Coincidirá usted conmigo en que podemos hacer uno de tamaño gigante, por muchísimo menos dinero.

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