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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

El sentido del prejuicio

Hay personas en las calles que llevan consigo historias tan reales como las que muestra el espejo que hay en el baño. Los pobres no eligen casi nada, tampoco la calle. Si vivir en la calle fuera la mejor opción, yo también la elegiría.

Por Karinna Soto
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Karinna Soto es Miembro activo de Calle Link

En medio de la oscuridad es posible que nuestro sentido del prejuicio agudice nuestras ganas de explicar rápidamente cuál es el problema de las personas que viven en la calle.

Hoy llegué tarde a mi casa y en pocos minutos tres personas me contaron que pensaban: “El problema es que son flojos, nunca han trabajado y más encima piden plata todo el día, si trabajaran todo sería distinto”, eso dijo doña Juanita la vecina del frente, cuando le pregunte porqué José dormía hace tanto tiempo al frente de su casa. “Ellos no tienen la culpa, lo que pasa es que están enfermos, son adictos, habría que internarlos y darles remedios”. Eso me dijo el carabinero que está en la esquina cuando le pregunté porqué Ana se quedaba a la entrada del metro todas las noches. “Les gusta vivir así, yo les he preguntado y vea como se ríen, ellos son felices viviendo así, hediondos, con piojos, no le trabajan un día a nadie y les gusta su libertad”, eso me dijo mi vecino, un doctor que llega tarde y siempre se encuentra con algunos en el Forestal.

Nadie me había contado tan rápido cómo acabar con el dolor humano que estos tres vecinos. De eso se trata, el dolor ajeno siempre parece fácil de resolver pues no se trata del propio, ese que amenaza la vida y que termina con muchos de nosotros cesantes, enfermos o solos. ¿Qué ocurre para que nuestra única explicación sea “echarle la culpa al compañero”? Es necesario pensar todo al revés.

Imaginemos entonces cómo sería el mundo si en la esquina estuviera durmiendo entre cartones mi mejor amigo, el que se separó hace un año y no he tenido tiempo de acompañar; o esa tía lejana que me enseñó a leer y que cuando murió su esposo se volvió alcohólica de la pena y ni sus hijos saben dónde anda; o la hija de ese doctor que le sacó canas verdes cuando se quiso ir a estudiar teatro y nunca la apoyaron; o ese haitiano que llegó a trabajar a la oficina hace como dos meses y que ni me acuerdo cómo se llama.

Hay personas en las calles que llevan consigo historias tan reales como las que muestra el espejo que hay en el baño. Cuando salgo de mi casa siempre me aseguro de llevar conmigo las llaves para poder volver. En algunos casos esa llave no existe, se lleva consigo todo. Sobre la libertad, seguramente los que vivimos en casas sabemos más de libertad, elegimos donde trabajar, educar a nuestros hijos, atender nuestras dolencias e incluso enterrar a nuestros muertos. Los pobres no eligen casi nada, tampoco la calle. Si vivir en la calle fuera la mejor opción, yo también la elegiría.

Cuando amanece, don José se levanta con dificultad, saca un paquete de su bolso y se traslada una cuadra para vender pañuelitos en la esquina; Ana pide agua al jardinero del Parque y se lava la cara para ir a buscar una hora al consultorio, pues está muy resfriada y necesita remedios. Eso pasa mientras yo camino al metro pensando en una manera de contarles que los prejuicios son la base del peor país que podemos construir.

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