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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Terremotos, temblores y aserruchadas de piso

Cualquier chileno de 50 años carga sobre sus hombros el peso y la experiencia terrorífica de al menos algún terremoto importante, de alguna catástrofe nacional de magnitudes, de algún desastre natural que deja sin hogar a miles de personas.

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Miguel de Loyola es Cuentista y novelista chileno, con diversas publicaciones en Chile y el extranjero desde la década de los 90 hasta nuestros días. También es editor del sitio letrasdechile.cl y secretario de redacción de revista Proa. Miembro del Círculo de críticos de arte de Chile.Profesor y Magíster en Letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Nadie puede poner en duda la animosidad del pueblo chileno frente a las catástrofes naturales. Chile se derrumba un día y al día siguiente se vuelve a levantar. Esa tozudez, ese coraje de espíritu no lo tienen otros pueblos del mundo, acostumbrados a la estabilidad de la tierra. Cuántas veces en Chile no hemos tenido y vamos a tener que volver a levantar la casa, la parroquia, la catedral… Son tantos y tan tupidos los temblores y terremotos, los movimientos telúricos de fatal envergadura, que sabemos ya desde un comienzo que aquí, en Chile, nada, ningún edificio, ninguna casa, será para la eternidad. Todo termina algún día desplomándose, derrumbándose, viniéndose abajo, cayéndose a pedazos… ¿Quedaría algún vestigio del pasado en la vieja Europa si la tierra se moviera como en estas latitudes? Impresionan, por ejemplo, los acueductos romanos todavía en pie, porque de estar en Chile, no quedaría una sola piedra en su sitio.

Está claro, vivimos así en ascuas, esperando un nuevo movimiento de tierra, el remezón de conciencia que nos devolverá a nuestro primario temor. Vivimos en permanente incertidumbre respecto al próximo terremoto. Sobresaltados ahora también frente a las probabilidades de un posible maremoto, como consecuencia del temblor. Sin embargo, a veces transcurren varios años en que nada extraordinario acontece, y la tierra se mantiene firme bajo nuestros pies, al punto que olvidamos, como olvidamos esa puerta fatal que cruzaremos inexorablemente algún día. No obstante, en el momento menos pensado, generalmente mientras dormimos, mientras bajamos la guardia enredados en sueños chamuscados, sobreviene el remezón que nos pone al corriente de nuestra precaria condición, de nuestro frágil lugar en el mundo, de nuestro primario temor a perecer bajo los escombros del derrumbe.

Cualquier chileno de 50 años carga sobre sus hombros el peso y la experiencia terrorífica de al menos algún terremoto importante, de alguna catástrofe nacional de magnitudes, de algún desastre natural que deja sin hogar a miles de personas. Sin contar con las aserruchadas de piso -que son tan violentas como los sismos- propiciadas por quienes viven a la espera de la fatalidad de otro para ocupar su lugar. Esas también debieran contar en el anecdotario sismológico de los chilenos. No falta el amigo traidor que nos roba el puesto, la mujer, el destino…

De las ciudades más hermosas de Chile del siglo XIX, sólo hay recuerdos, fotografías en sepia, resquebrajadas, amarillentas, pedazos y retazos de algún edificio constitutivo de la época. Si pudiéramos salvaguardar nuestras ciudades, sus reliquias, sus monumentos, tal vez nuestra historia sería más compacta y potente. Podríamos decir con propiedad, por ejemplo, aquí vivió zutano, allá mengano, en esa esquina perengano. Todos personajes simbólicos y emblemáticos de nuestra historia, hombres célebres y valientes que hicieron la historia del país. Pero, muy por el contrario, los terremotos arrasan aquí con cualquier reliquia nacional, y si no son las catástrofes nacionales, son las constructoras las que socavan nuestro pasado y nos imponen otro, siempre mejor, aseguran.

También los gobiernos y algunos gobernantes hacen lo propio, arrasando con las obras de sus antecesores movidos por ese afán ideológico malsano de imponer lo propio. Si pudiéramos construir nuestra historia sumando las obras de los otros a las nuestras, Chile, nuestro Chile, sería otro.

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