La izquierda escéptica y las trampas del conservadurismo
Rocío Faúndez es Trabajadora social y licenciada en ciencia política UC. Magister en estudios sociales y políticos latinoamericanos UAH, y Master en ciencias políticas y sociales UPF (Barcelona). Mamá de JM y Antonio. Investigadora del Área de Estudios del Programa de Acceso Inclusivo, Equidad y Permanencia (PAIEP) de la USACH. Ex directiva nacional RD, actualmente consejera política.
La naturalización es una trampa constante de la vida humana en sociedad. Ocurre cuando las acciones sociales, repetidas en el tiempo, configuran instituciones, y estas instituciones de tan conocidas y tan permanentes comienzan a parecernos naturales. La familia, el Estado, la cárcel, el suicidio, el amor… parecieran haber existido desde siempre y ser totalmente ajenos a lo que podamos querer o al significado que les demos.
El modelo neoliberal es una tierra fértil para la naturalización. Sus formas concretas, el tipo de relaciones que instala, tienden a cubrir con un velo el mecanismo histórico por el cual llegan a ser. Como en un teatro de marionetas, el telón oculta el artificio y sólo vemos el resultado, la puesta en escena. Es eso, y sólo eso, lo que se aparece como real. “Lo posible” deja de ser un tema, pues sólo lo que es importa. “Había un solo camino que seguir, y ese camino es el que conduce aquí”, ese es el mantra que consumimos desde chicos. Y de tanto repetirlo lo creemos. Y creemos que lo que es, es bueno porque es. “El peso normativo de lo fáctico”, le llamaba a este misterioso poder Norbert Lechner.
La naturalización es un problema para la izquierda, evidentemente. Porque deja a su paso una profunda desconfianza en la capacidad de la acción social concertada. Porque si la situación actual, por doliente que resulte, es natural como la lluvia, los esfuerzos por cambiarla están condenados a la inutilidad. Porque el resultado “espontáneo” de la selección natural del mercado siempre será preferible, por realista y palpable, a los delirios mesiánicos que en el pasado nos han llevado al quiebre, a la sangre, al caos. La voluntad política y “las cosas como son” corren por caminos que no se encuentran, y aparecen como independientes entre sí. No hay sujeto social. No hay acción transformadora posible. No hay reivindicación de la autonomía de la sociedad para definir hacia dónde dirigirse, porque el debate a lo más se sitúa en el nivel de los medios. No hay política. Estamos todos “dentro de la matrix”.
Pero no es ésta la única forma de escepticismo que nos hereda un sistema que produce y reproduce naturalización. Hay una segunda dimensión, una segunda capa, dura de roer y que no habíamos previsto. Y es que, en Chile, en los últimos años, hemos vivido un regreso de los sujetos. Las estructuras, las instituciones, las reglas del juego que por tantos años juzgamos inmutables, las hemos empezado a exponer como productos de acción social. Y así han aparecido como contextuales, contingentes, y por tanto, arbitrarias. Y por medio de luchas en distintos frentes la ciudadanía ha ejercitado su voz atrofiada, se ha entrenado en prácticas olvidadas hace mucho. Como se ha dicho hasta el cansancio, “se corrió el límite de lo posible”. Porque lo posible apareció en escena después de un destierro largo.
Sin embargo, un sujeto social habituado a que los sistemas sean, por definición, inexpugnables, no termina de convencerse de la potencia de su propia acción y de los resultados (precoces, pero importantes) que ésta ha tenido. La ciudadanía, quién lo hubiera dicho, tiene un punto ciego para ver lo que ha puesto en movimiento y aceptarlo como real. No es difícil de entender: el conductismo etiquetaría esta ceguera selectiva como “desesperanza aprendida”.
Para muchos esta desconfianza es altamente lúcida. No son pocas las veces que el poder nos ha hecho creer que hemos impactado el objetivo, cuando realmente no hemos hecho mella. Ha sido mucha, y real, y vergonzante, la instrumentalización que el sistema político ha hecho de la acción de la sociedad civil. A nivel global, por otra parte, las derrotas de la izquierda a fines del S. XX fueron contundentes, y ha sido difícil recuperarse del golpe y enhebrar un nuevo relato.
Pero es posible vislumbrar aquí, también, un triunfo del sistema hoy resquebrajado. Una persistencia de la naturalización. Una inercia, una voz que nos sigue diciendo al oído “no te esfuerces, no creas, no hay cambio real posible”. La imposibilidad de ver el camino recorrido y los logros conseguidos. La dificultad de la izquierda, en fin, de celebrar sus victorias. Y la fiesta nos hace falta. No para dejar de luchar, sino para apropiarnos de los hitos, del mérito. Para mirarnos a los ojos y abrazarnos por lo que juntos hemos conseguido, frágiles niños frente a un Goliat imbatible. Para felicitarnos. Para fortalecernos, en ese reconocimiento, y aperanos para las duras peleas que necesitamos dar para que “lo posible” se vuelva real.
“La naturalización es una expropiación”, decía Lechner. Los distintos “sistemas” nos quitaron por mucho tiempo, con un diseño perfecto para este fin, la capacidad de sabernos hacedores. El recuerdo de que lo social, en un momento, se construyó. Que su origen es humano. Que su transformación, por tanto, es factible y sólo vendrá de la acción humana organizada. Pero esa herencia, “el peso de lo fáctico” vive también en nosotros, y corremos el riesgo de que nos prive de identificar el camino recorrido, y de sentir orgullo por el arrojo que ha requerido recorrerlo. La desesperanza puede expropiarnos de nuestro proceso de volver ser sujetos; de nuestra subjetivación. Y la magnitud de la epopeya que queda por delante (mucho mayor que la ya librada), necesita de héroes altivos, que atesoren sus heridas de guerra pero también entonen, todos juntos, las canciones que narran sus proezas. La ciudadanía necesita memoria. El sistema, y los actores que lo custodian, podrán dormir un poco más tranquilos si nosotros no sabemos lo que tenemos y lo que somos, si únicamente competimos por quién descree más.