Nadie sobrevive
José Blanco J. es Profesor de Estado (Universidad de Chile), Doctor en Filosofía y Doctor en Materias Literarias (Universidad de Florencia, Italia). Se ha dedicado a la filología medioeval y humanista, dando especial importancia a Dante, Petrarca y Boccaccio sobre los que ha escrito numerosos libros y ensayos. Ha traducido al castellano textos de cronistas florentinos que vivieron en América en los siglos XVI y XVII. También ha publicado libros de historietas de dibujantes chilenos.
Siempre ha sido gratificante en un relato cinematográfico que el victimario se transforme en víctima, que el prepotente sea humillado. Antiguamente el “bueno” castigaba al “malo”; ahora el “malo” es castigado por “otro más malo”.
En Chile decimos que “algunos no saben con qué chichita se están curando”. Y, en este caso, una banda de asesinos la pagan muy cara, porque se meten con la víctima equivocada.
Ryûhei Kitamura es japonés y dirige esta película en Estados Unidos con actores norteamericanos. Pero la trama y el desarrollo son absolutamente nipónicos. El misterioso protagonista (interpretado por Luke Evans) tiene la tipología del samurai. Mejor aun, tiene la tipología del ronin, de un guerrero que no depende de nadie y que siembra la muerte y la destrucción como una manera de imponer un orden (“el orden”) que se identifica con su visión del mundo.
Por ello es que su tipología se confunde con la del “coleccionista” de William Wyler (1965) o la de Hannibal Lecter. El inquietante Driver (“conductor”) viaja con una muchachita y lleva una sorpresa en la cajuela del automóvil. Todo relacionado con la matanza de 14 jóvenes, que se describe al comienzo, y con la desaparición de la única sobreviviente de la masacre, hija de millonarios.
No voy a contar la película. Me basta con dar dos indicaciones: la relación morbosa entre secuestrador y secuestrada puede ser monitoreada incluso con un chip y la lucha por sobrevivir es siempre más angustiante que aquélla por liquidar al adversario.
En cuanto al relato mismo, hay que reconocer que atrapa. El espectador intuye lo que va a pasar y, durante toda la película, respira una atmósfera de tensión llevada al máximo y único que quiere es que explote la violencia para liberarse de ella. Así es: una verdadera terapia de shock, que del secuestrador un antihéroe, de la secuestrada una masoquista satisfecha, del asesino sanguinario un supliciado que pide perdón.
Si hay que sacar una lección de esta película, no es la tradicional frase de que “el crimen no paga” (porque la crónica policial y social de cada día nos dice que sí paga), sino que hay que tener cuidado porque el pobrecito abusado puede ser un homicida sanguinario. Y eso es tan válido para una persona, como para un pueblo. Una cosa es fomentar el odio; otra el quejarse por recibir el merecido castigo por haberlo fomentado.
Y al final… ¡nadie debe vivir!
(No One Lives. USA, 2012)