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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Sangre y sexo en la web: Esa maldita curiosidad

El reciente hackeo a más de 100 cuentas de iCloud de variadas celebridades se suma a la publicación en sitios de Internet de los videos y fotografías de las decapitaciones de dos periodistas en Siria. En esa entrega, innecesaria y compartida en segundos, se devela el morbo y diversión de algunos versus la pérdida del respeto a muchos.

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Lyuba Yez es Docente Escuela de Periodismo Universidad Alberto Hurtado

“Espero que se sientan bien consigo mismos”, escribió en su cuenta de Twitter la actriz Mary E. Winstead a propósito de las fotografías que fueron robadas de su cuenta de iCloud y que la muestran desnuda, con su marido y en su casa. Es decir, en un espacio y en una situación que ella no aceptó compartir con nadie más que con su acompañante en ese momento.

“¿Entonces para qué se toma fotos?” es la primera bala que lanzan los más críticos con los cuestionamientos a este tipo de asaltos a la intimidad que son replicados una y otra vez a través de los medios de comunicación. Asaltos a esos ricos que tanto nos gusta ver llorar o al menos, incomodarse. ¿Es que acaso Winstead, así como Kirsten Dunst o Jennifer Lawrence- por nombrar a algunas de las afectadas por este hackeo- no tienen derecho a tomarse fotografías desnudas o en situaciones íntimas y después dejar esos recuerdos guardados? Sí, claro, aunque es peligroso, no vaya a ser que el destinatario de aquellas imágenes tenga la poca delicadeza –es un eufemismo- de lanzarlas a la web por despecho o venderlas a algún medio igualmente poco delicado –otro eufemismo- para “funar” a su ex, quien pudo dejarlo por otro o simplemente dejar de estar interesada en él.

El problema ahora, eso sí, es un poco más complicado, porque el enemigo dejó de ser un ex novio enojado, un ladrón de celulares que aprovecha la oportunidad de revelar el contenido guardado allí o algún otro inescrupuloso que lucre con el hallazgo (entiéndase fotos de desnudos, videos íntimos, etcétera). El enemigo hoy es una mano invisible (o negra si lo prefiere) que entra a este invento llamado “nube” donde las personas creen que pueden resguardar sus documentos e imágenes más privadas sin riesgo alguno, y además, suponiendo que el riesgo se limita a un robo o a la pérdida de un teléfono, como le ha ocurrido a parejas de nuestro pequeño “jet set” que, lamentablemente, han visto circular, sin ningún pudor y sin consentirlo, aquellos momentos que los captaron desnudos.

Una reciente columna de Jessica Valenti publicada en TheAtlantic.com me hizo recordar la típica discusión que se plantea cuando se dan estos escándalos de imágenes de carácter sexual publicadas sin consentimiento: la pregunta sobre la existencia o no de privacidad de las celebridades, es decir, aquellas figuras del espectáculo que están tan acostumbradas a la exposición y que, por lo mismo, no gozarían de la “cantidad” de intimidad y vida privada que el resto. En este sentido, Valenti critica el supuesto derecho que muchos creen tener sobre lo que es de otros (en este caso, su intimidad), como si se tratara de buscar cualquier imagen de una mujer desnuda en la web, cuando aquí lo que pasa es que esa persona no se tomó la fotografía para que la vea usted o la vea yo.

En esta discusión sobre las celebridades, surgen voces que plantean que  éstas deberían ser más cuidadosas y controladas (léase con ironía) en el tratamiento de sus “asuntos privados”. Aquí es cuando me parece fundamental recalcar que la vida privada no es un derecho que se repartió en forma discrecional en el mundo. No. Es un derecho universal que cada uno administra, y con esto me refiero a que los límites los determina cada individuo. El problema es que esta premisa no resuelve otro conflicto: el del morbo y la curiosidad ajenas.

Las recientes publicaciones de decapitaciones de los periodistas James Foley y Steven Sotloff en Siria son situaciones horribles que una persona no debería desear ver. Por esto, las invitaciones en diversos sitios de Internet a observar e incluso compartir el video y las fotografías me parece francamente aterrador. No se trata sólo de hacer el click y enfrentarme solitariamente a la exhibición -injusta, por lo demás- del dolor y la muerte de una persona, sino que también tengo la posibilidad de compartirlo innumerables veces con muchos otros que sacien el morbo viendo una cabeza ensangrentada sobre el traje naranjo del periodista asesinado. (Y sí, es probable que esto último le parezca un aporte sensacionalista de mi parte. Lo hago a propósito).

Si bien lo anterior es una situación incomparable a la de las fotografías hackeadas a más de 100 cuentas privadas de mujeres del espectáculo, sí hay algo que tienen en común: en ambas, la transgresión a la vida privada es un hecho y su publicación es innecesaria para satisfacer algún derecho a la información; en ambas, el motor es el morbo y ambas, finalmente, terminan reducidas a anécdotas (una de sangre, otra de sexo) que se retuitean, comparten y gustan en el, a veces, frívolo y cruel mundo de Internet, ese universo sin límites aparentes donde podemos encontrarlo todo y repasar cuando se nos ocurra (o al menos hasta que alguien baje el contenido) los abusos injustificados a los derechos de aquellos que creemos que no los tienen.

Quizás más que preguntarse por qué disfrutamos tanto viendo lo que no nos pertenece o cómo restringir la captación y reproducción automática e incontrolable de los contenidos en la web, un primer paso sería asumir que esos límites de lo privado están cada día más difusos, que las fotos, los videos y esos posteos que compartimos con “algunos” no son nuestros y que publicarlos equivale a dejarlos ir. Que lo único que realmente podemos conservar como íntimo está en nuestras cabezas y que cuando se comparte con alguno, ese “otro” puede transformarse en muchos. Que la “nube” es una creación vulnerable y corruptible. Como nosotros cada vez que hacemos el maldito click.

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