Sin Parra no hay Chile (o cómo fue que conocí a Nicanor)
Visitar a Parra no es visitar a un simple escritor con mucha edad. Visitar a Parra es visitar la historia, pero también el presente del Chile soterrado tras los grandes relatos y los modismos. Es entender que muchas veces lo que vemos, lo que sentimos y escuchamos no es más que un país hecho a la medida de una seriedad poco inteligente y digna del cuestionamiento del poeta.
Francisco Méndez es Periodista, columnista.
Debe haber sido el invierno del 2006. Ese día de pronto salió la rápida idea de ir a Las Cruces a la casa de un amigo, y así también aprovechar de ver la playa en días en que a nosotros los santiaguinos se nos está un poco prohibida y la vemos solamente en nuestros recuerdos de lo que fue el verano pasado.
Fue en cosa de un cuarto de hora cuando ya estaba en un auto con cuatro amigos rumbo a ese balneario del que tanto me hablaban pero del que tan poco sabía. Pero lo cierto es que mi interés no iba dirigido a escudriñar sobre el lugar ni menos a conocer los placeres de la comida, ya que con la poca plata de estudiante no podía darme esos lujos. Lo que sí podía hacer-y lo que realmente quería hacer- era ir a conocer a la máxima atracción del lugar y mi único interés: Nicanor Parra.
Cuando llegamos fuimos a la casa del amigo que nos invitó, la que precisamente quedaba en la misma calle del antipoeta. Luego de conocer la construcción que parecía un exótico e interesante castillo incrustado en las calles de tierra del balneario, recordando así una especie de realeza criolla de antaño que trataba de reconocerse en algo, lo cierto es que todos estábamos impacientes de ir a ver a Nicanor. Si bien mi amigo- su vecino- lo conocía, esta visita en forma de pequeño grupo de conocimiento nos parecía a todos más interesante aún, ya que colmaría-o eso creíamos- nuestras necesidades de Parra y derribaría ciertos mitos.
Cuando llegamos a su casa, la puerta de entrada lucía un fuerte y a la vez amigable rayado que decía “Antipoesía”, como si nos estuviera invitando a algo, a una nueva experiencia que sería más compleja de lo que me imaginaba yo que la última casa de un poeta que había conocido era esa construcción mercantil en torno a la figura de Neruda en Isla Negra. Lo de Parra era diferente, no había guías ni personas que construyeran un personaje, ya que después de hablar con Rosita, la mujer que trabaja con él, luego de un par de minutos apareció Nicanor. En carne y hueso y desprendido de leyendas, haciendo preguntas más que dando respuestas desde el comienzo de la conversación.
Nos habló de “El pago de Chile”- obra aparecida en su exposición debajo de La Moneda ese mismo año- para luego preguntarnos, antes de que apareciera en los medios, qué nos parecía ver a todos los presidentes de la historia del país colgados juntos, sin distinción y formando parte de una sola casta, de una sola familia. Nosotros frente a eso nos reímos tímidamente casi evitando explotar en excitación por el solo hecho de ver en un artista de noventa y tantos más rebeldía que los jóvenes y que nosotros mismos. Porque mientras en Chile los artistas buscan una contribución del Estado a sus obras y a su supuesto reclamo social, Nicanor se sienta encima del oficialismo aunque este lo aplauda a rabiar. Se sigue riendo de lo que se dice real, o de las construcciones de la realidad con una risa coqueta y viva. Con una carcajada bonachona pero también insolente.
Fue un poco menos de media hora lo que estuvimos conversando con Parra en la entrada de su casa. Todos parados, nosotros queriendo preguntar mientras realmente contestábamos sus consultas, sus interminables ganas de saber, de decir, de mostrar el lenguaje y ponerlo en evidencia como si estuviera desmantelando a un Chile y sus razonamientos y sus términos más simples. Nos habló de que “artefactos” ya le parecía una manera muy sofisticada de llamar a sus obras y que él solamente les decía cachivaches, ya que ese era el lenguaje de “la tribu”, esa que ha intentado descifrar durante toda su obra con tal de desacralizar el lenguaje y llevarlo a lo concreto, a lo preciso: a lo chileno real.
Visitar a Parra no es visitar a un simple escritor con mucha edad. Visitar a Parra es visitar la historia, pero también el presente del Chile soterrado tras los grandes relatos y los modismos. Es entender que muchas veces lo que vemos, lo que sentimos y escuchamos no es más que un país hecho a la medida de una seriedad poco inteligente y digna del cuestionamiento del poeta. Eso es Parra y eso es lo que lo mantiene vivo en un mundo de tabúes y poco elevada intelectualidad de mentira, en donde los discursos complicados son más torpes que la voz simple del individuo, ese que recorrió toda la evolución de la humanidad para darse cuenta de que no era la gran cosa.
Nicanor es la profundidad irónica y pedestre. Es el levantamiento de lo que mundano a nivel literario, es la democratización real de literatura, el entendimiento y sempiterno cuestionamiento de lo que sucede y de los lenguajes. Por lo mismo es que su mente es abierta y llena de interrogantes, ya que a diferencia de Pablo Neruda nunca cerró sus ojos ante la verdad política, como tampoco habría pasado por su mente escribirle un poema a Stalin, porque él le escribía a Violeta quien, aparte de ser su hermana, estaba de su lado, del de los que se preguntaban y golpeaban la mesa en contra de toda sacralidad, incluso la comunista.
Por eso es que conocer a Nicanor es conocernos un poco más como cultura. Porque Nicanor es Chile y sin él no existe su significado real, y lo demás son mantos que cubren con un tupido velo nuestra esencia tras lo que nos han querido decir que es la “chilenidad” o la patria. Sin Parra no existimos.
Por eso es que este viaje sincronizado en un par de segundos se transformó en una experiencia de vida aunque no haya estado en Las Cruces más de tres horas. Un viaje que todo aquel que todavía no sabe qué es Chile debería hacer.