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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Saltó lejos el maní

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Escena Uno. Hace algunos meses,  una pareja de amigos que tiene hijos chicos estaba paseando por un parque de Santiago. A propósito de nada, como suele suceder, uno de sus péndex empezó con una rabieta de aquellas. Cuando las cosas parecían salirse absolutamente de control, la mamá le pegó un coscorrón, y claro, el hijo lloró y pataleó, como también suele suceder.

Esta historia no tendría nada de extraordinario si no fuera por un tipo que decide acercarse a opinar. “Estás afectando los derechos básicos del niño”, le dice el zoquete a mi amiga. Y agrega, “ojo, te podría denunciar”. Acto seguido, se manda a cambiar. Ella le cuenta al marido, que estaba a unos metros vigilando al otro hijo. Él decide tragarse la rabia y no ponerle un cornete en alguna zona del rostro al “opinólogo”, para no empeorar las cosas.

Escena Dos. Ayer me llega un tuiteo de una mujer que dice así. “Lata ver maltratar a tu hija un domingo, feo, mala clase y abusivo, mientras chateas ella llorando”. Deduzco que se refiere a ese momento en que, en plena discusión con mi hija de cinco años porque quiere que le compre todos los juguetes que venden en el parque Inés de Suárez, decido no darle bola hasta que se le pase la maña y pida disculpas por un par de palabrotas que me dijo.

Mientras espero su cambio de actitud, reviso mi celular porque tengo unas llamadas perdidas.  Desde algún ángulo visual del lugar, una persona que no tiene mucho que hacer con su propia vida nos observa, analiza, juzga y decide gritármelo por redes sociales. No le contesto, simplemente la bloqueo. Pero quedo molesto, no puedo evitar sumar otras situaciones que me han ocurrido y mi cabeza se hace preguntas.

¿Cómo fue que los niños se volvieron seres intocables por sus padres y el castigo -moderado y en situaciones  específicas- se convirtió en algo tan tabú?  ¿Desde cuándo nos volvimos dueños de la verdad acerca de cómo deben vivir los demás? ¿En qué momento decidimos que podíamos cruzar el campo espacial o virtual del otro, un otro que no conocemos y que no nos ha pedido la opinión, para darle consejos, mostrarle nuestro descontento o incluso amenazar con acusarlo?

Me hago estas preguntas y no puedo dejar de pensar en nuestras autoridades tratando a los adultos como verdaderos pendejos: que ahora hay que cerrar los bares a las dos de la mañana para que la gente “aprenda” a salir más temprano, que hay que prohibir la sal para que la gente “aprenda” a cuidar su salud, que hay que restringir el cigarrillo hasta en la punta de cerro para que la gente “aprenda” a no dañar sus pulmones.

Si concejales, alcaldes, diputados, senadores, ministros y presidentes nos están dando clases diarias de cómo hay que vivir, si el respeto a las decisiones individuales está en un momento de tanta fragilidad, entonces no me extraña que ahora cada individuo sea un potencial mini fascista con autoridad moral para rompernos las pelotas.

Eso sí, la próxima vez que alguien me quiera dar clases de cómo vivir mi vida privada, prometo acudir al diccionario de chilenismos y gritar bien fuerte, “parece que saltó lejos el maní, ¿ah?”. O, en su defecto, “y a vos, ¿quién te pateó la jaula”? Dos frases que desde hace años esperan el momento propicio para salir de esta boquita.

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