Mi padre, mi hijo y yo
Que mi viejo se ría a mi lado quizás implica que alguna estuvo muy feliz por ser mi papá. Que estemos juntos en esa foto significa que hacíamos cosas el uno con el otro. Que los dos miremos en una misma dirección significa que en algún momento de la vida teníamos cosas en común. Una cosa es clara. Fui hijo de mi padre. Y ahora soy padre de mi hijo.
Acabo de ver una foto vieja. Yo debo haber tenido unos dos años y mi papá cerca de treinta. Ambos estamos mirando de frente. Él sonríe como pocas veces se le ha visto en una foto y yo aparezco con la típica cara de desorientado que pone un niño de esa edad cuando le dicen “foto, foto”.
Primero pensé que me había emocionado por el recuerdo de mi viejo, porque murió hace mucho tiempo, a una edad parecida a la que tengo hoy. Pero después me di cuenta de que no era eso. Es otra cosa. Ese niño de la foto que soy yo, tiene la misma edad que mi hijo Benjamín. Y se parecen.
Hablo en tercera persona porque siempre me ha costado identificarme con mis fotos de chico: ¿es realmente uno mismo el de los dos años de edad, el de los ocho, el de los trece, el de los dieciocho, o la vida es una suma de varios yo distintos? Mejor le dejo esa pregunta a la filosofía y sigo con el tema.
Había visto esa foto muchas veces y la encontraba linda, pero no había reparado en ella. Esta vez, sin embargo, me quedé pegado y se me humedecieron los ojos, algo que lamentablemente me pasa demasiado poco (me encantaría tener la capacidad de llorar más, pero seguramente sufro las consecuencias de haber sido educado como “hombre”). No me había ocurrido nunca. O nunca fue tan fuerte como ahora. Quizás porque mi hija mayor es mujer y, por lo tanto, es más difícil transportarse al pasado en una piel femenina.
Pero verme de dos años en esa foto apenas unos minutos después de haber estado vistiendo al Benja, de haberle limpiado el culo, de ponerle sus pantaloncitos y sus zapatillas y, más encima, hasta encontrarnos un poco parecidos, creo que tocó una tecla. Pude acercarme al Rodrigo péndex y pude acercarme a mi padre en un mismo instante: mi papá y mi yo adulto éramos una sola persona, de la misma manera que mi hijo y mi yo niño éramos una sola persona.
Después de cinco años de psicoanálisis, tengo claro que este tipo de cosas son importantes. Son destellos de algo más profundo. Son momentos en que las defensas bajan y uno le da permiso a las emociones para que invadan ese territorio protegido como fortaleza. Le debe pasar a muchos padres y madres: cuando tenemos esas intersecciones entre pasado y presente, cuando logramos regresar a nuestro yo de la infancia a través de nuestros hijos, entonces también recibimos un portazo de humildad y nos permitimos empatizar con nuestros viejos, entender que para ellos era tanto o más difícil ser padres y entonces, súbitamente, los perdonamos. De lo que sea. De casi todo.
Es, como dice Pedro Engel, un viaje por las constelaciones familiares para amigarse con el pasado y estar más feliz en el presente. Vuelvo a la foto. Creo que significa más cosas. Que mi viejo se ría a mi lado quizás implica que alguna estuvo muy feliz por ser mi papá. Que estemos juntos en esa foto significa que hacíamos cosas el uno con el otro. Que los dos miremos en una misma dirección significa que en algún momento de la vida teníamos cosas en común. Una cosa es clara. Fui hijo de mi padre. Y ahora soy padre de mi hijo. Parece trabalenguas. Pero no. Es más simple: esas dos frases, yuxtapuestas, me han permitido ponerme en contacto con mis sentimientos más primitivos. Y eso se agradece.