Relación dinero-política: De las “malas prácticas” político-empresariales a la institucionalidad neoliberal
En efecto, el principal problema, no se encuentra –a pesar de su gravedad– en el financiamiento de campañas políticas por parte de intereses corporativos; en último término, remanentes directos de los mecanismos creados por Penta para evadir impuestos, sino en los marcos institucionales que hacen posible este tipo de prácticas.
Andres Cabrera Sanhueza es Licenciado en Historia con Mención en Ciencia Política Universidad Católica de Valparaíso. Magíster en Análisis Sistémico aplicado a la Sociedad. Integrante de la Universidad Popular de Valparaíso y de Fundación CREA. www.politicayeconomia.cl
De la colusión de las farmacias a la de los pollos, del fraude de La Polar al chantaje de Metrogas, de la relación Corpesca-Isasi al bullado caso Penta-Gate. La historia vuelve a repetirse. Con ello –y antes de que la vorágine noticiosa eclipse la apertura impugnadora que es necesario ceñir sobre estos eventos– se torna imperativo volver a problematizar adecuadamente la relación entre el dinero y la política, esta vez, desde los cimientos de la arquitectura política instaurada durante el período dictatorial y transicional.
Para estos efectos, un buen punto de partida, lo podemos encontrar en las apuestas explicativas elaboradas por la Fundación Nodo XXI. Dicha colectividad, ha sostenido que durante los últimos años se ha sedimentado un indesmentible fenómeno: la colonización empresarial de la política. Aún cuando esta tesis permite identificar y visibilizar idóneamente los aspectos centrales de las diversas estrategias y modos operativos utilizados por el gran empresariado para hacer valer sus intereses, su formulación implica un “error de origen”: sostener que los empresarios han colonizado la política, presupone asumir que el terreno político-institucional forjado y consolidado en las últimas cuatro décadas ha sido: a)un campo de disputa neutral; o b)un espacio hegemonizado por intereses de actores políticos distintos a los del gran empresariado. Sobre esta consideración, las preguntas que emergen son evidentes: ¿Puede el gran empresariado colonizar un terreno que ya ha conquistado y dominado a sus anchas?, ¿Podemos resolver de algún modo esta irrefutable “paradoja colonizadora”?
Tal vez. Una posibilidad, es que diagnostiquemos en este actor particular un severo problema de amnesia (en el que su rotunda victoria institucional haya, de un momento a otro, “caído en el olvido”). La otra, es que observemos en dicho sector un grave problema de cinismo (en el que su auto-comprensión respecto a la posición hegemónica que ocupa; además de la estructura institucional que legitima dicha posición, sean conscientemente ignoradas).
Para desligarnos de estas vertientes que permiten desembrollar la inquietante “paradoja colonizadora”, puede resultar útil la explicación de un personaje ilustre que nos visitará el próximo mes, el geógrafo inglés David Harvey, quien establece sin eufemismos que, en la larga historia de la consolidación del sistema capitalista a nivel mundial, “la acumulación de capital mediante las operaciones del mercado y el mecanismo de los precios se desarrolla mejor en el marco de ciertas estructuras institucionales […]. Para la actividad capitalista es preferible un Estado burgués en el que estén legalmente garantizadas las instituciones del mercado y las reglas contractuales (incluidas las del trabajo) y en el que existan marcos de regulación capaces de atenuar los conflictos de clase y de ejercer un arbitraje entre las aspiraciones de diferentes fracciones del capital” .
Si aceptamos estas coordenadas generales, también debiésemos considerar que un postulado idóneo para levantar una impugnación crítica (que logre ir más allá de las “malas prácticas”) es: ¡Dime que arquitectura político-institucional has forjado y te diré que modelo de reproducción económico-social tienes! Con ello, el espectro de la crítica de la economía política vuelve a aparecer con toda su agudeza. La primera tesis afectada con esta aparición es, sin lugar a dudas, la del inmaculado autonomismo que poseen las esferas económica y política. Sobre este plano, esta diferencia conceptual, que tanto placer en el espectro (neo) liberal, se convierte en un dogma incapaz de resistir un mínimo de sustento empírico.
Y es que los resabios explicativos de la crítica de la economía política, permiten comprender los bullados vínculos promovidos entre el dinero y la política, ya no como “eventos aislados” posibles de remediar con unas cuantas sesiones de “ética empresarial”; sino, por el contrario, como “puntas de iceberg” que, bajo las inquietantes aguas del acaecer noticioso, esconden un complejo sistémico que posibilita la emergencia recurrente de este tipo de “eventos” .
En efecto, el principal problema, no se encuentra –a pesar de su gravedad– en el financiamiento de campañas políticas por parte de intereses corporativos; en último término, remanentes directos de los mecanismos creados por Penta para evadir impuestos, sino en los marcos institucionales que hacen posible este tipo de prácticas. Es en este plano donde reside uno de los límites infranqueables de una invención política como el de la Nueva Mayoría. Sus apuestas, por más progresistas o socialdemócratas que parezcan o quieran ser, están imposibilitadas de ir más allá de una simple regulación del mercado (nada muy distinto al gobierno encabezado por Sebastián Piñera, nada muy profundo como para disminuir la frecuencia de este tipo de acontecimientos).
Y lo están, porque ellos mismos solidificaron los cimientos del modelo económico levantado en dictadura a través de su gloriosa estrategia de “modernización del Estado”, la cual, tuvo su cenit, en el Gobierno de Ricardo Lagos: ¿No es ésta estrategia el eje que motivó los efusivos aplausos de un empresariado que hace pocas semanas escucho decir al ex mandatario: “Que todo aquello que es concesionable, se concesione; todo aquello que sea financiable por privados, se libere”?¿No es esta misma “modernización estatal” la que está detrás de la crisis del MOP-Gate acaecida en el 2003 que –apelando a lo mejor de la “política de los acuerdos”– promovió una tregua política entre el senador de la UDI, Pablo Longueira, y el Presidente Ricardo Lagos, que finalizó con la hoy cuestionada normativa de financiamiento electoral?
Hace un tiempo, Norbert Lechner estableció que una sociedad de mercado –tal como la que terminó institucionalizado la Concertación– resolvía la contradicción entre la modernización económica y la democratización política mediante dos mecanismos: “la privatización de la política, o sea, una política entendida como extensión de las estrategias privadas, y la instrumentalización del Estado en función de las exigencias de la economía de mercado. Al respecto, cabe recordar la paradoja neoliberal: como muestra el caso chileno, la estrategia neoliberal, cuyo propósito explícito es despolitizar la economía, desmantelando al Estado, sólo tiene éxito allí donde ella se apoya en una fuerte intervención estatal”.
En la actualidad, el análisis de Lechner resuena más fuerte que nunca, no sólo por su lucidez, sino por la densidad histórica que ha adquirido la economía de mercado en nuestro país. Ciertamente, ha llegado la hora de desplegar una alternativa política a los infranqueables límites del social liberalismo.