La política de los consensos como el arte de distanciarse de los ciudadanos
¿A qué se podría deber el rechazo a los políticos y sus acciones? Las razones son múltiples, obviamente.
Claudio Salinas es Académico, Instituto de la Comunicación e Imagen ICEI. Universidad de Chile
Hace unas semanas conocimos otra ronda de encuestas (La CEP y la Adimark) que, nuevamente, guarismos más, guarimos menos, dan cuenta del escaso reconocimiento de las personas respecto a los políticos de turno. En ambos sondeos el rechazo a los dos grandes conglomerados que han dominado la escena política los últimos 20 años es decidora. Los ciudadanos no se reconocen en sus representantes, es más, sobre sospechan de los motivos y valores que los conducen.
¿A qué se podría deber el rechazo a los políticos y sus acciones? Las razones son múltiples, obviamente. Los políticos profesionales, en buena parte, aluden por ejemplo, a que ha faltado diálogo y comunicación entre las coaliciones antes de desplegar la reforma educacional o tributaria y que tal situación la resiente la ciudadanía. Tal argumento lo hemos escuchado en las voces de políticos como el socialista Camilo Escalona o al lugarteniente y primo de Sebastián Piñera, Andrés Chadwick. Parece ser un sentir transversal aquello que la falta de entendimiento y negociación entre las partes se trasladaría al sentir de las masas, que observarían con malestar el poco entendimiento de sus representantes.
Como si el conflicto y la divergencia política no fuera un valor positivo del tramado político.
Otros, quizás más lúcidos, ponen el acento en que las reformas promovidas por la Presidenta Bachelet y su cuestionado y poco valorado séquito, son de carácter transformador del modelo y de las reglas del juego, pero que han sido implementadas de manera errónea. En el caso de la educación, tal vez, debiese haber comenzado por mejorar las estructuras de la educación pública antes que la subvencionada. Es una cuestión de oportunidades, en el fondo, y que requiere equilibrar la transformación a mediano y largo plazo con la gestión y cotidianidad del poder en estos cuatro años. En este lectura de los votantes, éstos no estarían dispuestos a aceptar en el presente que les cambien las reglas del juego que la transición nos enseñó a valorar.
En ambas posiciones, sin embargo, el perfume de consenso y gatopardismo es claro y mira con desdén a la ciudadanía o, mejor, dicho, a los votantes. Se trata de una política acendrada desde los negociados mismos de la transición, a fines de los ’80 y comienzos de los ’90; se trata de una forma de gobernar en la que unos pocos -los mismos de siempre más un séquito que aspira a participar del botín del Estado- le imponen a los muchos unos acuerdos que en lo sustancial simulan su beneficio. En lo concreto, esos negociados entre conglomerados –mal llamados díalogos– se traducirán en reformas sí, pero ni parecidas a las que las movilizaciones sociales de los últimos años aspiraban. Es el imperio del statu quo, del cambio en orden que no altera el sistema, más bien lo perfecciona y lo proyecta.
Ahora, en nuestra opinión, el rechazo a los políticos chilenos en general, y a sus maneras de ejercer la política profesional que nos muestran sistemáticamente las encuestas, se debe más a la percepción de los votantes de que aquellos no los representan. Y, más encima, los perjudican, toda vez que participan de actos reprochables moralmente hablando y, en algunos casos, también en la arena judicial. Las personas los rechazan más por participar de casos como el Pentagate (donde moros y cristianos están eventualmente involucrados) o la nula negociación a propósito del reajuste del sector público (con la obsecuente pero disciplinada participación del PC) y menos por supuesto problemas comunicacionales y de diálogos entre las mismas coaliciones de siempre. Tal vez, los que ven el vaso medio lleno dirán que todo lo enumerado no es propiedad exclusivo de nuestro país, que es un fenómeno Latinoamericano y mundial, como muestran las mediciones más recientes del Latinobarómetro. Sin embargo, la “clase política” chilena se pensaba un tanto inmune y excepcional a su barrio, cuestión que, como la corrupción, ya no es defendible.
Pero no nos engañemos: la mala reputación y percepción social de nuestros representantes por ahora no redunda en marchas masivas, ni alegatos públicos sistemáticos, tampoco en una marcada conciencia de transformar las bases del sistema económico . Por ahora, la ciudadanía está más preocupada en mostrar trazos de indignación e intolerancia inorgánica antes que una genuina “vocación” por la caída del estado de cosas en el que vivimos. El problema es que se instala la sentencia que el visionario chapulín colorado profería ya en los años setenta: ¿quién podrá defendernos?