El fascismo cotidiano o el autoritario que llevamos dentro
"Pareciera ser que la personalidad autoritaria en nuestros tiempos aciagos tiene lugar toda vez que pensamos que el individuo es la medida de todas las cosas".
Claudio Salinas es Académico, Instituto de la Comunicación e Imagen ICEI. Universidad de Chile
Hace más de un año atrás, muchos celebraban -y celebrábamos- que en la TV abierta por fin se hablara directamente del Golpe Militar, sin eufemismos. Se aplaudía que se proyectaran imágenes de la represión sistemática del Estado ocurrida desde el 11 de septiembre de 1973. Se decía que por fin se saldaban las cuentas con el pasado y con las miles de familias anónimas que los organismos de seguridad del régimen se había encargado de destruir. Incluso el senador Hernán Larraín se “atrevía” a designar a los civiles de la dictadura como “cómplices pasivos”. Parecía que asistíamos a la apertura del portal de la reconciliación.
Pero era sólo una golondrina… más bien estábamos ante un simulacro de sinceridad y conmiseración con el otro. Bastó que un diputado de la UDI; adicto al pinochetismo, solicitara un “minuto de silencio” por el dictador para borrar de un plumazo y, de paso, comprometer el futuro- lo supuestamente avanzado. Su gesto no es baladí, ni menos un asunto menor. Por el contrario, da cuenta de un profundo desacuerdo enquistado en nuestra sociedad y, también, de un tipo de subjetividad, autoritaria, antidemocrática y, probablemente, prejuiciosa y discriminadora. Esa subjetividad, en el fondo, piensa que los detenidos desaparecidos están bien muertos, que algo hicieron y que deben pagar. Incluso, que Pinochet, es una especie de expurgador del país, un tipo de héroe sin prosapia, que liberó al país del famoso “cáncer marxista”.
Ese tipo de subjetividad no es una excepción en nuestro país, y esto es lo trágico. Más bien se expresa en muchos sujetos de carne y hueso que se mueven entre nosotros, que están en el Congreso (y más encima se les paga un oneroso sueldo), pero también circulan a diario en Ahumada con Huérfanos. A ese tipo de subjetividad violenta, antidemocrática y aparentemente irracional, se la ha denominado personalidad “fascista”. Tal nombre fue acuñado por el sociólogo alemán Theodor Adorno, luego de la crisis económica de 1929 y la Segunda Guerra Mundial. Lo interesante es que tal carácter aparece sobre todo en periodos democráticos, en momentos en que, aparentemente no habría razón para tales comportamientos.
Esta personalidad fascista es versátil. No sólo puede hacer apología y jactarse de las acciones de una dictadura, sino que también, tiene lugar toda vez que miembros de una sociedad democrática presumen de la violencia que se ejerce, según ellos con razón, contra otros por los más diversos motivos y en el marco de distintos discursos como, por ejemplo, el que enarbola el combate a la delincuencia por la derrota de las instituciones formales. Este fue el caso de un episodio más de la mal llamada “detención ciudadana” cuando, específicamente, unos sujetos amarraron y envolvieron con plástico a un joven, acusado de robar a un anciano. Claro, alguno pueden decir que se justifica tal acción. Sin embargo, ni la acción es ciudadana, ni menos justa, pues es la síntesis de una subjetividad chilena promedio contemporánea, aquella que se mueve solo por el sentido común, que vela por su interés personal -disfrazado de preocupación colectiva-, que no dialoga, ensimismada, consumista y despiadada.
¿Qué tienen en común el elogio a la dictadura realizada por Urrutia y la violencia hacia los otros cotidiana, preguntamos nuevamente? La respuesta no la podemos aplazar: un profundo desdén por la humanidad, un miedo atroz al conflicto y a la conflictividad social y la imposibilidad absoluta de entendernos. Pareciera ser que la personalidad autoritaria en nuestros tiempos aciagos tiene lugar toda vez que pensamos que el individuo es la medida de todas las cosas. Para que acciones celebratorias de la violencia como las de Urrutia y las detenciones “ciudadanas” no tengan lugar, primero, debiéramos estar de acuerdo, en un promedio social, que los asesinatos de la dictadura no se justifican por nada, ni siquiera ´por una supuesta bondad del neoliberalismo. Debiéramos estar de acuerdo de que detener y torturar frenética y alegremente a un otro -aunque sea este delincuente-, es un acto de cobardía antes que de justicia, de real barbarie y no de civilización.
Ahora la sentencia de Arendt en la Condición Humana adquiere pleno sentido: “La violencia comienza donde la palabra cesa de hablar”.