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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

La política de los carteles

"Esas gigantografías ultramillonarias que se toman las mejores ubicaciones de la ciudad, sólo dejan entrever los grandes intereses económicos que las financian".

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Patricio Araya es Periodista y Licenciado en Comunicación Social (Usach).

¿Por qué unos miles de dólares recaudados en Nueva York para la campaña presidencial de Michelle Bachelet en 2013, tendrían que constituirse en toda una extrañeza? ¿acaso la intervención norteamericana en la política chilena no es de larga y nefasta data?, ¿por qué tanto escándalo por los mega aportes de Penta a la UDI, acaso nadie lo sabía?

A diferencia de la política, la propaganda política, se profesionalizó. Ahora, a diferencia de aquélla, ésta es cosa de expertos, que requiere de mucho dinero para funcionar, tal como la política a secas. Por ello no es extraño que la propaganda política se haya desprendido de esa técnica rudimentaria del diseño esténcil en papel roneo, casi ilegible y llena de monos desabridos, ni tampoco que se caracterice por ese molesto chillido radial de la amplitud modulada y de los megáfonos monofónicos, que apenas hacía audibles los mensajes de los candidatos setenteros; tampoco la propaganda política reconoce su sentido de pertenencia ideológica. ¿Por qué hacerlo?, si, en rigor, las ideologías ya no existen; ya nadie es de izquierda o de derecha, sino de centroizquierda o centroderecha, híbridos insuficientes para explicar formas de pensar y actuar, más bien concebidos para generar confusión y dispersión. Los propios partidos políticos han mutado. Ellos no pasan de ser meros clubes sociales, centros de negocios, agencias de empleos, comunidades afines, holdings, que pueden tener su sede en Santiago, o en Nueva York. En efecto, para la política, el origen del dinero es irrelevante.

Basta observar un afiche de campaña electoral para percibir que ninguno lleva el nombre del partido del respectivo candidato, ni siquiera un logo. Entonces, ¿qué fue de la ideología, qué la reemplazó? Después del plebiscito del 88, en medio de la algarabía de unos, y la frustración de otros, los políticos chilenos comprendieron que la tecnología en ciernes –esa noventera previa a internet, la de los computadores personales y las impresoras LaserJet– era un atributo de la modernidad que el dinero ponía a su disposición, y que ellos debían abordar para llegar a sus electores. En ese propósito recaudador, ellos se ocuparon más de la forma que del fondo, y en ese empeño –con toda certeza– los políticos olvidaron que la política es ideológica; en subsidio, invirtieron el último cuarto de siglo en sustentarla desde su precariedad intelectual, sólo como una actividad económica más. Y ese modelo colapsó.

Por ello es comprensible que la política le haya dado al dinero el lugar que antes ocupaban las ideas. Ya no es posible encontrar detrás de una humilde litografía, el espíritu de un partido político actuando en función del bien común; por el contrario, esas gigantografías ultramillonarias que se toman las mejores ubicaciones de la ciudad, sólo dejan entrever los grandes intereses económicos que las financian. La política chilena no sólo está a merced de esas gigantografías que amenazan la seguridad vial y ponen en jaque la limpieza del juego electoral, sino a discreción del poder de los grandes carteles, de esas verdaderas organizaciones delictivas que se conciertan para enriquecerse a costa de la fe pública. Y que operan en el país bajo la fachada de empresas establecidas.

La política a secas, esa de antaño que estaba en manos de los más ilustrados, cedió su lugar a la política de los carteles económicos. Sucumbió frente a los dueños del capital financiero. Son éstos los que dictan las normas y dirigen el país; son ellos quienes monopolizan el comercio, la educación, la salud; son estos carteles los que alternan a su antojo a los ocupantes de La Moneda.

¿En qué se diferencia el cartel de Cali con el cartel de Penta?, ¿cuál es la diferencia entre el cartel de los pollos y los financistas del yate de Nueva York?, ¿acaso hay diferencias morales evidentes entre las farmacias y los laboratorios coludidos para estafar a los pacientes crónicos, y los narcotraficantes que corrompen a la justicia mexicana o colombiana?, ¿qué diferencia al cartel de la banca chilena, o de las isapres, o de las AFP’s, de los miembros del cartel de Sinaloa?, ¿qué hace distintos a los dueños de universidades privadas que lucran contra la ley, y a los integrantes del cartel de Juárez? Sólo la nacionalidad y el lugar donde cometen sus fechorías. A todos los unen las malas costumbres, la habilidad para burlar las leyes y la justicia. Los une su ambición ilimitada, su inmoralidad.

Antes de escuchar hablar de los carteles extranjeros de la droga, y de sus versiones criollas montadas para defraudar al fisco, a los consumidores y al electorado –en clave demonizadora, como si Chile fuera indemne a la corrupción del dinero–, los chilenos, en especial, los tangómanos porteños, sólo habían escuchado hablar de un solo cartel, uno muy querido por ellos hasta hoy, el “Cartel de tango”, un programa radial conducido por el periodista deportivo Fernando Muñoz, que se mantiene al aire desde 1955, y que cada tarde lleva hasta los oídos de su público el ritmo del 2×4. Es el único cartel inofensivo que existe en el mundo, y es porteño. El resto de los carteles, como diría una senadora, cuya principal característica es cometer errores involuntarios, “vale callampa”. Gracias Fernando Muñoz por darle otro sentido a la palabra cartel, aunque estos canallas ambiciosos siempre se las arreglan para hacer todo a media luz.

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