Pedro Lemebel y la muerte de la insolencia
Pedro Lemebel puso nuevamente en el mapa al Zanjón de la Aguada y lo situó como un lugar en donde junto con surgir la voz de los echados, nacía literatura. Era la poesía proleta, plagada de sus ángeles morenos, de su celestial ironía y sarcasmo frente a lo adverso.
Francisco Méndez es Periodista, columnista.
Murió parte de la insolencia que quedaba en nuestras letras. Parte de la porfía, del encarar, del mostrar, del situar en la realidad lo verdadero y no lo que suena a tal. Era Pedro Lemebel el que representaba todo ello, el que levantaba el puño en alto, el que no tenía miedo de decir que era comunista, aunque en aquel partido muchos lo miraran raro por vestirse y hablar como lo hacía.
Lemebel era el recuerdo de una marginalidad que curiosamente quiso ser desterrada una vez llegada la democracia. Nos recordó que había orillas, esquinas, antros en los que la risa del destierro se sentía fuerte, precisa, nadando en un mar de pitos, copetes y enamoramiento fugaz, como siempre se enamoró ella, la yegua, la loca.
Su rebeldía y sus eternas ganas de ser un ají en el culo del cuiquerío post dictatorial es claramente lo que se echará de menos. Sus caras, sus gestos y su impresión al leer o escuchar a Pedro es tal vez lo que más sostenía su rebeldía. El hecho de poner en el centro de sus textos al sujeto popular, al tipo marginado tanto por sus orígenes como por su sexualidad, era un grito certero entre tanta incerteza existencialista de la llamada Nueva Narrativa Chilena, la que nunca se preguntó nada realmente importante y que dejó pasar las mentiras de los acuerdos a un costado mientras sus escritores se miraban al espejo y se gustaban.
Lemebel nos contó lo que no estaba bien visto contar. Nos dijo que la nueva democracia no era el paraíso y que, al contrario de lo que muchos decían, habían todavía grietas, explicaciones que dar y que, a lo mejor, nunca se darían. Porque no era conveniente.
Su grito insolente se fue rodeando de una majestuosidad que solamente da el resentimiento hacia lo injusto, hacia el desprecio, hacia un discurso oficial que solamente hablaba de unos pocos y de su felicidad intocable. Porque, al contrario de lo que se cree, Lemebel no hablaba de gente que se escondía en la marginalidad, sino de quienes se mostraban pero al mismo tiempo eran censurados por ese discurso que no quería mostrarlos debido a miedos oficialistas que se generaban al escuchar la voz disidente y la risa nauseabunda de quienes reían desde la exclusión; de quienes no conocían el límite, ni querían conocerlo, caminando, conversando y estableciendo la mejor crítica al relato establecido por el terror y la conveniencia.
Pedro Lemebel puso nuevamente en el mapa al Zanjón de la Aguada y lo situó como un lugar en donde junto con surgir la voz de los echados, nacía literatura. Era la poesía proleta, plagada de sus ángeles morenos, de su celestial ironía y sarcasmo frente a lo adverso.
Su relato suspicaz ante la alegría que había llegado al son de las botas negras del milico que aún sonría al frente, nos abrió los ojos a muchos. Nos hizo reír también con sus agudas palabras hacia el viejo. Su graciosa manera de poner en nuestra mente nuevos significados, nuevas maneras de contar historias entre tanto tonto grave y tanto tipo que se vestía de escritor, pero escribía como propagandista, era magnifica. Leer sus crónicas a fines de los noventa en el Clinic, fue el descubrimiento de un nuevo mundo para muchos de quienes hoy le agradecemos por no rendirse, por mantenerse siempre mañoso, siempre punzante y atrevido. Por generar una carcajada entre quienes esperábamos un comentario lamentoso cuando se le preguntaba en una entrevista por su enfermedad. Por jugar con la vida misma y, sobre todo, por mantenerse siempre como la disonancia entre tanta uniformidad. Entre tanto discurso inofensivo. Entre tanta actitud transicional. Entre tanto castigo a los insolentes.