Los Pinochet Boys
Lo cierto es que la UDI no ha dado suficientes muestras de un real compromiso con la democracia.
Los Pinochet Boys —la emblemática banda punk chilena de los 80— decía en una de sus canciones: “En mi tiempo libre estoy parado en la calle. En mi tiempo libre estoy fumando en la calle. En mi tiempo libre estoy drogándome en la calle. No tengo tiempo de sentir amor”. Esta canción, así como el mismo nombre del grupo, constituyó una expresión de protesta contra la dictadura militar existente durante esos años.
El Chile de los 80 todavía era parte de la Guerra Fría, de ese tiempo mundial de confrontación ideológica que hacía prácticamente imposible la existencia de matices, de terceras vías, y que, más bien, se caracterizaba por una visión binaria del mundo y de la sociedad; de amigos y enemigos en el plano de las relaciones políticas. De ahí que pueda entenderse que, así como había opositores acérrimos a Pinochet, los había también partidarios apasionados.
Sin embargo, a 25 años de la caída del Muro de Berlín cuesta entender que hoy sigan existiendo defensores de un régimen que, aunque pueda explicarse en un determinado contexto histórico, mal puede valorarse como parte de una “doctrina”. Es el caso de la Unión Demócrata Independiente (UDI), partido que, además de dar cuenta hoy de relaciones directas con el poder económico, no se ha desprendido aún de su adhesión militante al régimen de Pinochet.
En este sentido, tiene razón Gonzalo Bustamante cuando, al refutar la propuesta de Andrés Allamand en torno a la formación de un partido único en la derecha, señala que las experiencias de España y Francia se han caracterizado por el aislamiento de la derecha extrema o antidemocrática. “La diversidad no ha impedido que se establezca un límite: la extrema derecha queda excluida como posible socio”, afirma Bustamante.
Lo cierto es que la UDI, partido mayoritario en la derecha chilena en términos electorales, no ha dado suficientes muestras de un real compromiso con la democracia, más allá de algunas buenas intenciones. Si bien se dice que las nuevas generaciones (Silva, Macaya, Bellolio, entre otros) tienen una visión distinta a la tradicional, ello no se ha visto reflejado en hechos concretos de carácter institucional.
En su Declaración de Principios el partido de calle Suecia sigue valorando la “acción libertadora del 11 de septiembre de 1973, que salvó al país de la inminente amenaza del totalitarismo irreversible y de la dominación extranjera, culminando así una valiente resistencia civil y recogiendo un clamor popular abrumadoramente mayoritario”.
No obstante que desde diversas ramas de las ciencias sociales —por ejemplo, la sociología militar— puede considerarse que las rupturas institucionales, expresadas en intervenciones castrenses, suelen ser consecuencia de vacíos de poder generados en el mundo civil, desde una perspectiva normativa, mal puede valorarse —más aún, bajo la calidad de “principio”— la validación de la violencia como mecanismo de solución de conflictos, incluso cuando forman parte de crisis extremas, como la que efectivamente se dio durante el Gobierno de la Unidad Popular (1970-1973).
Pero más cuestionable aún es el apoyo casi irrestricto que la mayoría de la derecha le dio (y en buena medida le sigue dando) a una dictadura que violó sistemáticamente los derechos humanos de miles de compatriotas. En 2015 esto resulta inexplicable.
De ahí que haya causado tanto revuelo mediático, incluso en sectores de la derecha, el homenaje a Pinochet que 10 diputados de la UDI le rindió en diciembre pasado. Si bien es cierto que en este acto no participó la totalidad de la bancada del partido, sí lo hizo la mayoría de los presentes, con la sola excepción de Jaime Bellolio, quien se retiró de la sala expresando su desconformidad. El jefe de bancada, Felipe Ward, justificó el homenaje bajo el principio de “libertad de expresión”, lo que nunca estuvo en cuestión.
La UDI —los “Pinochet Boys” principales de la política chilena— debería usar mucho más que su tiempo libre para iniciar un proceso profundo de renovación doctrinaria, especialmente en materia de compromiso con la democracia y los derechos humanos. Que quede claro que esto no lo dice alguien de izquierda, sino de centroderecha liberal. De alguien que, por ejemplo, ha escrito varias columnas en contra de la izquierda no democrática. Llegó la hora —la arista política del caso PENTA es una oportunidad propicia para ello— que la derecha liberal le pida a la autoritaria que se ponga a tono con los tiempos que corren, aunque este proceso resulte doloroso e implique la jubilación de algunos de sus jefes históricos.