La insoportable estupidez de nuestros políticos o la vulgar inconsistencia
"(…) sería positivo para esta democracia disponer unos mecanismos que obliguen a la autoridad a cumplir sus obligaciones en atención a un buen juicio, y en conformidad a engrandecer la polis"
Claudio Salinas es Académico, Instituto de la Comunicación e Imagen ICEI. Universidad de Chile
Ya nada nos puede sorprender de nuestra fauna política. Nada. Ni las afirmaciones del diputado Lorenzini de la DC quien culpa a las mujeres de provocar sus propias violaciones. Tampoco nos puede escandalizar sus posteriores disculpas, señalando que no lo representan (ni a su partido). ¿Qué a caso era su “hermano malo” el que prejuiciosa, autoritaria y estúpidamente se refirió a la ley de aborto en su acápite de la sección violación? ¿Qué a caso estaba fuera de sí, poseído por algún espíritu del mal cuando vociferó tales aberraciones argumentativas?
Ninguna de las anteriores, debemos precisar. Tampoco, el legislador Lorenzini es el único que ha incurrido en un “exabrupto”, en algún tipo de desatino que no sobrepasa en alcurnia el juicio promedio de cualquier parraquiano de este país. Podemos dar una lista de políticos que dan declaraciones o intentan explicaciones sin ningún tipo de fundamento o preparación, como, por ejemplo, cuando el diputado Gustavo Hasbún, en un intercambio verbal más propio de un tercero medio en un mal colegio, le dice a Gabriel Boric vía twitter: “Te debería dar vergüenza votar proyectos de ley anti delincuencia después que te pillaron robando en supermercado”. Si fuera por eso, la UDI debiera inhabilitarse de la discusión de buena parte de las leyes que se votan en el Congreso. Dejemos a Hasbún, que tiene a estas alturas un prontuario de reflexiones de baja estofa y de escaso rigor intelectual, además de un tono avasallante y prepotente. Pero vamos al fondo de estos dichos.
¿Cuál es el problema de estas alocuciones torpes y de bajo nivel intelectual, cultural y moral? La baja calidad de nuestros políticos y parlamentarios pareciera ser lo primero que debemos apuntar. El campo político chileno, mermado y con poca adhesión de las personas, no sólo se ve afectado por lo que hemos llamado antes en otra columna “la privatización de lo público“, sino que también, por los comportamientos y frases que diariamente sus agentes profieren con desparpajo por algún medio nacional. Esta baja calidad se traduce, en segundo lugar, en una preparación intelectual y moral que no supera a los partícipes de programas parajudiciales como “La jueza” o “Caso cerrado”. En otras palabras, los políticos -muchos, pero no todos, para no ser injustos- han dotado su habla del peor sentido común, aquel que opera sobre la base de estereotipos y prejuicios con cero rigor intelectual. ¿No se supone que el político debiera estar moral e intelectualmente por “sobre” los que dice representar?
No solamente habría que poner el acento en la inespecífica “calidad” de la educación. Conjuntamente, tenemos que colocar mayores requisitos para “representar” a los otros en las decisiones de la nación. En la Roma imperial, el “príncipe” debía ser el primero entre sus pares en todos los ámbitos (y merecimientos) que ser relacionasen con la competencia pública. En Chile por la actuación de muchas y muchos legisladoras y legisladores, necesitan pocas virtudes y mínimas trayectorias para que incautamente los elijamos. Si hasta han falsificado títulos universitarios o plagiado documentos de internet para presentar algunos proyectos de ley, podemos agregar para complementar este cuadro calamitoso.
El político, al menos, debe parecer inteligente o que actúa atendiendo criterios virtuosos. Desde El arte de la Retórica (Aristóteles, siglo IV A.C) que sabemos -y mucho antes también- que los problemas de Estado se juegan, por cierto, en los discursos que componen los políticos. Estos discursos no solamente se confeccionan atendiendo reglas argumentales claras, sino que para su efectividad persuasiva requieren de personas virtuosas que se conduzcan por una ética acorde con la importancia de los problemas públicos discutidos que, en nuestro caso, dicen relación esta vez con el proyecto de Ley de aborto. En ningún caso, Lorenzini, da muestras de poseer virtudes para la buena vida política en la polis, pues cuando disemina en el espacio público una sarta de prejuicios lo único que hace es mostrar que la medida de sus acciones es una subjetividad ramplona. El bienestar de la ciudad se reduce a sus creencias pobremente sustentadas.
No basta pedir disculpas que agravan la falta, como lo hizo Lorenzini. No basta con desdecirse con rapidez de lo dicho, pues lo que se expresa es más bien una pasmosa inconsistencia, impropia para un legislador que debiera, primero, tener control de sus impulsos y, segundo, tener un juicio informado respecto de temas controversiales como el aborto en un país tan conservador como Chile. A estas alturas, con tantos gazapos, “errores involuntarios”, palabras mal dichas y juicios equívocos, lo que compete es elevar los requisitos para aspirar a ser parte de los “honorables”; lo que cabe es establecer cuentas públicas de los funcionarios del Estado que hagan más difícil de participar en corruptelas, que le hagan también pensar en lo que dicen y cómo votan las leyes. Si durante la colonia se establecieron los llamados “juicios de residencia” en que los altos dignatarios de la corona en América, al fin de su gestión, estaban sometidos a un proceso que buscaba disuadirlos (como es obvio, muchas veces no se logró este cometido) de cometer todo tipo de tropelías, ahora sería positivo para esta democracia disponer unos mecanismos que obliguen a la autoridad a cumplir sus obligaciones en atención a un buen juicio, y en conformidad a engrandecer la polis.
Serían bienvenidas medidas que coloquen a los representantes del Estado de cara a sus electores, debatiendo con ideas y densidad argumentativa y moral, de modo que la democracia, finalmente, tenga lugar. Aunque sea como aspiración.