¡Esto no es libertad!
La propaganda de guerra de todos los colectivismos —nuestro país ha sido víctima de ella durante los últimos años— le ha hecho creer a muchas personas que la libertad no existe, que no es más que una ficción.
En la sección de comentarios de una columna mía anterior, el lector Pablo Rivas señala que bajo el sistema de libre mercado “las libertades del individuo llegan hasta dónde alcanza su poder adquisitivo”, agregando que “quien menos tiene, menos libre es”.
¿Es esto cierto?
Lo sería si la libertad la entendiésemos como poder o riqueza material. Sin embargo, y el menos desde la perspectiva del liberalismo clásico, la libertad no se define de esta manera. La verdad, no como sinónimo de ninguno de los resultados de nuestras decisiones, sino del simple hecho de poder tomarlas.
En todo caso, el problema de quienes rechazan la libertad como elección —postulado propio de los más diversos colectivismos— no es que busquen ampliarla con el objeto que las personas aumenten su riqueza y, de esta manera, sean “más libres”. Por el contrario, lo que se suele perseguir es la restricción de las libertades individuales en beneficio de la igualdad material. Pero no en el sentido de ir más allá de la mera igualdad (formal) ante la ley o de una igualdad de oportunidades básicas, sino de generar la sensación —¡sólo la sensación!— de construir una sociedad de iguales resultados, especialmente en materia de ingresos.
¿Cómo se logra lo anterior? La historia ha demostrado, en diversos casos y niveles, que el foco se pone en el remplazo de la libertad de elección por la satisfacción de necesidades desde el poder político. ¿A qué se llega con esto? A qué las libertad, incluso entendida como poder o riqueza, se ve mucho más restringida que la que antes se poseía, puesto que en un abanico creciente de situaciones (dependiendo del grado de colectivismo de que se trate) no serán ya las personas quienes elijan qué hacer con sus ingresos, sino la autoridad política de manera centralizada.
Por otra parte, es importante considerar que, incluso entendiendo la libertad como poder o riqueza, es mucho mejor contar con pocas opciones antes que con ninguna o casi ninguna. De ahí que cuando esta situación adquiere niveles dramáticos, el malestar de la población se hace sentir, aunque, en algunos casos, sin siquiera disponer de la facultad de protestar.
Pero mucho más importante que lo dicho es que si algo tienen en común los más diversos colectivismos, es la consideración de que los individuos no son capaces de fijar escalas de valores para sus vidas y jerarquizar sus necesidades, sino que esto sólo puede hacerlo de manera “coherente” la colectividad o comunidad, generalmente representada en el Estado. El efecto natural de esta visión es que las personas sólo son respetadas en la medida en que se sometan a los fines estimados como colectivos o comunes, perdiendo ellas valor como universos racionales, como seres adultos con la capacidad de decidir por sí mismos.
La propaganda de guerra de todos los colectivismos —nuestro país ha sido víctima de ella durante los últimos años— le ha hecho creer a muchas personas que la libertad no existe, que no es más que una ficción.
Sin embargo, cuando la libertad se mira como poder o riqueza, no termina siendo otra cosa que la transferencia de poder hacia unos pocos para que, desde una moral oficial y arbitraria, decidan por los muchos. Y esto no es libertad, sino dictadura.
En cambio, cuando se entiende no como los resultados de nuestras acciones, sino como la posibilidad de actuar sin interferencias de terceros, especialmente del poder político, la libertad puede ser mirada como el camino para superar nuestras limitaciones y llegar a ser las personas que queremos ser. La libertad, en este sentido, pasa a ser un derecho a la identidad. Un derecho que nos permite soñar y sorprendernos con la vida que somos capaces de construir.