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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Golpe a golpe, verso a verso

El mayor paradigma a derrotar hoy día no es la desigualdad –eso es parte del inmodificable ADN criollo–, sino la soberbia de verse como un país que avanza, cuando en verdad, retrocede (hacia 1973). Al chileno le gusta la cosa matizada, golpe a golpe, verso a verso.

Por Patricio Araya
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Patricio Araya es Periodista y Licenciado en Comunicación Social (Usach).

De tanto invocar al diablo, al final se aparece. Lo mismo sucede con los terremotos, las tormentas, las crisis, las dictaduras. Toda desgracia –independiente de su magnitud– posee su profecía autocumplida; es cosa de decretarla para que en un santiamén se materialice. En política, todo el mundo sabe cómo acaban las cosas cuando se tensionan los extremos: se hunde el centro y todo se va por el sumidero; de ahí al caos, hay un solo paso. En la fisiología ocurre igual, cada vez que se rompe la homeostasis, el organismo falla, y luego colapsa. Hace 42 años Chile ya vivió esa tensión destructiva. El resultado es conocido: quiebre de la democracia e irrupción de una dictadura. El ciclo se completa guardando los fusiles y reponiendo la política como relato.

El problema es que, lejos de convertirse en un acontecimiento traumático para los derrotados, y por tanto, irrepetible, el golpe de Estado de 1973 siempre ha contado con la devoción de casi la mitad de los chilenos, que vieron en él su oportunidad de venganza y progreso; en Chile las controversias se resuelven por la razón o la fuerza, de modo que el autoritarismo es una posibilidad heráldica, es decir, el golpe siempre ha estado a la mano. Su invocación jamás ha dejado de ser musitada como arma de restitución de intereses afectados.

La paradoja es que, vencedores y vencidos del golpe de Estado, y del Plebiscito del 88 que los redefinió como actores, hoy ambos comparten el mismo ethos sociopolítico y económico, soslayando sus diferencias y acentuando sus convergencias, tras acordar un sistema de control mutuo para administrar el modelo a su conveniencia; de hecho, el mismo consenso (empate permanente, justicia en la medida de lo posible) que en los noventa floreció con el retorno democrático, ha sido el causante directo de la laxitud experimentada por la democracia durante el último cuarto de siglo. Un equilibro que, en todo caso, está colapsando.

La ruptura del consenso de los noventa –administrador exclusivo del timing democrático hasta el presente–, una vez que la corrupción se superó a sí misma, abarcando una transversalidad insospechada, produjo el vaciamiento del sistema, arrastrando a moros y cristianos; dicha ruptura fue como romper un huevo de pescado crudo; todo lo que había permanecido organizado de manera frágil y entrópica, se desbordó, originando la actual hecatombe.

Ese huevo de pescado, que durante muchos años contuvo las iras y las alegrías de vencedores y vencidos, y a ellos mismos con sus bajezas y limitaciones, podría haber sido eterno, pero la codicia y los conflictos internos rompieron su delicada membrana, produciendo la estampida de intereses en diversas direcciones. Cada uno de los intereses de uno y otro bando, hoy está tratando de respirar por su cuenta y riesgo; cada uno está buscando cómo alimentarse; con quiénes agruparse, cómo sobrevivir, qué hacer para recomponer la membrana protectora. El consejo asesor contra los conflictos de interés, el tráfico de influencias y la corrupción –convocado por la Presidenta Bachelet– es el vívido ejemplo de la crisis de credibilidad y deficiencia de la democracia. Desde ya es preocupante el exordio del consejo asesor.

A la luz de la pérdida de contención política que por estos días evidencia el país, aquella que se ha demostrado ineficaz para garantizar la fe pública y los mínimos estándares de actuación de los funcionarios públicos –desde parlamentarios a porteros–, y de la similar inconducta del empresariado, presto a defraudar al fisco y de coludirse con diversos fines para empobrecer aún más a los débiles y desamparados, cabe preguntarse qué suscriptor del consenso noventero, hoy puede percibir el peligro que acecha a Chile.

¿Quién en la izquierda, o en la derecha, hoy es consciente del riesgo inminente que vive el país? Queda claro que ningún actor político hoy logra imaginar hacia dónde puede ser conducido el país mediante el juego de tensionar la democracia, al extremo de llevarla a un nuevo quiebre, como en 1973. Traspasarle la responsabilidad de cautelar la sana preservación de la democracia al sobrevalorado concepto del “empoderamiento social”, atribuyéndole a éste una súper categoría salvadora, no sólo es un imperdonable volador de luces de los cultores del statu quo, sino una irresponsabilidad de marca mayor del gobierno, y de los demás poderes del Estado, en particular, el Congreso Nacional, una de las instituciones más desprestigiadas por dar cabida a inúmeros corruptos.

Un respetado profesor universitario solía comentar con sus estudiantes su experiencia académica durante su exilio europeo. Contaba que mientras cursaba su doctorado en la Universidad de Lovaina, cierto profesor les recordaba a los latinoamericanos presentes en el aula, su vocación por los gobiernos de facto. “A ustedes les agrada el rigor, se sienten bien cuando los tratan a bayonetazos; a los belgas, eso nos molesta. No lo aceptamos”.

¿Acaso esta democracia, por joven, débil e imperfecta que sea, es un traje difícil de llevar?, ¿tanto cuesta sustentarla, tan estúpida es que no cabe sino hacerle trampas y menospreciarla?, ¿será que los derrotados del 73 ya olvidaron esa dolorosa y sangrienta humillación, a sus muertos e ideales, y hoy, como idiotas, se unen al golpismo larvado y vuelven a exponer al país a una “solución final”?

Imbéciles, como el hijo de la Presidenta de la República –que se arroga el derecho de insultar a una periodista que lo inquiere por los turbios negocios de su mujer–, así como esa pléyade de prevaricadores que habitan los pasillos del poder, o esos ultrapoderosos que nacen, viven y mueren impunes, ¿tendrán la suficiente inteligencia para comprender que hoy los extremos a tensionar no tienen a los partidos políticos a ambos lados de la cuerda, como en el pasado, sino a la sociedad civil hastiada por la desvergüenza organizada y a los corruptos de variada estofa? El mayor paradigma a derrotar hoy día no es la desigualdad –eso es parte del inmodificable ADN criollo–, sino la soberbia de verse como un país que avanza, cuando en verdad, retrocede (hacia 1973). Al chileno le gusta la cosa matizada, golpe a golpe, verso a verso.

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