Una piedra en el zapato
¿Cómo se maneja un país con una presidenta cuya credibilidad está por el suelo y cuyo equipo de ministros ha sido mayoritariamente cuestionado, donde la oposición está en estado de coma, el poder legislativo hace agua por distintos frentes y varias de sus instituciones públicas más relevantes no tienen margen de confianza?
Hay molestia en el ambiente. Indignación, dirán algunos. Rabia, otros. Pocas veces la desconfianza hacia las instituciones públicas y privadas ha sido tan evidente en estas tierras, por más que el ministro Peñailillo diga en el Seminario de Icare que “Chile no es corrupto”. Algo que el diario La Segunda, hábilmente, pone en su portada del martes justo encima del otro título que dice “Chahuán sospecha cohecho y apropiación indebida en SQM”.El pueblo pide justicia. Que no se deje títere con cabeza. Que caigan los que tengan que caer. Que se termine con tanta cochinada. Que la ley pareja no es dura. Una demanda intuitiva, demasiado comprensible. Y que hace aparecer a cualquiera que no la apoye, que no la comparte, como un candidato al ostracismo o, en buen chileno, a una PLR. Por eso, voy a tratar de escribir lo que viene a continuación con sumo cuidado. Como la gran mayoría de los chilenos, yo también estoy molesto con lo que está pasando.
Desilusionado. Triste. Enojado. Por fome o gris o asexuado que le parezca a muchos, siempre me ha gustado que este país tenga reputación de serio, de ordenado, de nación donde existe sentido republicano y las leyes se cumplen. Por eso, mucho más que molesto, triste, enojado o desilusionado, estoy francamente preocupado. Y en esta otra frase sí le encuentro la razón a Peñailillo. “No podemos mejorar el país en base a la destrucción y descrédito de las instituciones”, dice el ministro. Ya le perdimos el respeto al Censo y, por lo tanto, al INE. Ahora es el SII el que zozobra. Esta semana se ha sumado la Contraloría a las críticas. Y el Congreso, que tan poca credibilidad tiene, eventualmente podría ser víctima de un tsunami si se destapa completamente el caso SQM.
“¿Te imaginas a 50 diputados presos?” me decía alguien el otro día. Y mi reacción no fue de alegría. Todo lo contrario. Fue de franca angustia. Porque, ¿cómo se maneja un país con una presidenta cuya credibilidad está por el suelo y cuyo equipo de ministros ha sido mayoritariamente cuestionado, donde la oposición está en estado de coma, el poder legislativo hace agua por distintos frentes y varias de sus instituciones públicas más relevantes no tienen margen de confianza? Soy de los que creen que la Concertación hizo una gran pega para tomar el poder post dictadura. Soy de los que piensan que la transición necesitaba pagar costos para que la democracia sobreviviera. Soy un nostálgico de Lagos y de gente seria como Soledad Alvear. Lo sé, para como están las cosas hoy, soy un conservador. Hasta facho me van a gritar. Qué se yo. Tal vez sea el hecho de tener dos hijos chicos y la necesidad de pagar hipoteca y colegios. O el miedo que muchas veces se asocia a la medianía de la vida, cuando ya no se es tan joven para sólo gritar por la revolución.
Lo cierto es que necesito levantar el dedo para decir que existimos algunos chilenos –al menos uno- que, así como queremos justicia y fiscalización, también queremos que el bus siga andando. Que creemos –seguiré hablando osadamente en plural- que tiene que haber castigos pero también acuerdos. Que tiene que haber sanciones ejemplares pero también compromisos de país que sean ejemplares. Cuando leo frases del tipo “que se vayan todos”, siento una piedra en el zapato. No me representa. No quiero soluciones punketas, extremas ni apocalípticas. Prefiero que se vayan algunos y que los otros aprendan la lección. Es tiempo de condenas y de juicios, pero también de reflexión y de madurez. Es tiempo de actuar como adultos.