Y Allende no se rindió
Littin se equivoca: matar a Allende es matar la democracia y darle razón a una transición que hoy se desmorona. En cambio, un Allende suicidado es la esperanza de creer que todavía hay un espíritu republicano plegado a su imagen, y que sólo tenemos que buscarlo.
Francisco Méndez es Periodista, columnista.
“Allende nunca se rinde”, es la frase que algunos dicen que le escucharon al ex Presidente antes de apretar el gatillo y quitarse la vida en medio del bombardeo a La Moneda. Eso es lo que dice la historia: Allende no se rindió, sino que amarró la institucionalidad democrática a su cuerpo, a su figura, y sin él comenzó el estado de sitio. La dictadura, la crisis moral más trágica de nuestra historia reciente.
Miguel Littin en su nueva película, “Allende en su laberinto”, nos quiere decir otra cosa. Ya desde un tiempo que viene manifestando su idea de que al líder de la Unidad Popular lo mataron los militares. Si uno lo piensa, claramente pudo haber sido así; los balazos, los ruidos fuertes y los pedazos de la república que se caían sobre él en esa mañana pudieron haberlo matado. Pudieron haberlo doblegado frente al poder milico, frente a la intolerancia golpista de un ejército que se olvidó de la misión para la que estaba mandatado por la Constitución, y se dedicó a defender intereses pequeños y mezquinos. Gritos llorones de una elite que se cansó de ver al roto sonriendo por las calles y sintiéndose representado por un gobierno.
Pero Allende no se doblegó. Allende sabía que no se dejaría ser acribillado por el arma de uno que otro uniformado que creía estar realizando una tarea patriótica. Porque él se sentía la patria, sabía la importancia de la institucionalidad y la acariciaba con el sentido de responsabilidad y el ego necesario que necesitaba para sostenerlo. Allende no era de carácter humilde y tampoco tenía por qué serlo. Él hablaba fuerte, pero no con voz de mando, sino que con voz de político, de ejercicio público, de una persona que dedicó gran parte de su vida a unir a una izquierda y a crear un proyecto político revolucionario de la única manera en que se puede hacer en Chile: por medio de las reformas.
Aunque muchos lo quieren ver como un hombre ingenuo, lo cierto es que el compañero Presidente siempre supo el rol que tendría en la historia. Ya que, como todo hombre inteligente, conocía de qué estaba hecho nuestro país, y es ahí en donde su dualidad entre revolucionario e institucionalista se puede entender a cabalidad, y junto con eso lo importante que es su suicidio para establecer qué es lo democrático y qué es lo dictatorial.
Creer que al ex mandatario lo mataron, es no entender lo que nos quiso decir al volarse los sesos. Es no comprender, tal vez, que junto con él se fue una democracia imperfecta-como todas-pero menos acordada, más debatida, más pasional y racional. Ya que después de Pinochet llegamos a otra cosa; a una manera de vivir Chile repleta de apretones de manos y de miedos que se convirtieron en conveniencia. Y de una conveniencia que luego se convirtió en poder. En entregar todo por ese poder y así entregar hasta los más transcendentales valores.
La nueva democracia chilena se olvidó de la institucionalidad que Allende defendió con esa bala que traspasó su cabeza. Por eso es que decir que lo mataron parece más rentable, ya que reconstruir algo sobre la imagen de un presidente asesinado es más fácil para moldear un régimen. Pero, al contrario, establecer que amarró las instituciones a su carne parece un fantasma en las cabezas de socialistas renovados que quieren borrar el pasado y acordar el futuro con el empresariado.
Por lo tanto Littin se equivoca: matar a Allende es matar la democracia y darle razón a una transición que hoy se desmorona. En cambio, un Allende suicidado es la esperanza de creer que todavía hay un espíritu republicano plegado a su imagen, y que sólo tenemos que buscarlo.