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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Sólo puede quedar uno o la política highlander

"Una democracia de 'los acuerdos' tiene en nuestro ambiente político una pura acepción: la decisión de unos pocos -arbitraria y tránsfuga- sobre unos muchos, muchos que están desprovistos, eso sí, de todo poder real de decisión o revocación de mandatos".

Por Claudio Salinas
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Claudio Salinas es Académico, Instituto de la Comunicación e Imagen ICEI. Universidad de Chile

Con insistencia se oye desde el “mundo político” y muchos de sus allegados la sentencia: “hay que generar un acuerdo transversal para salvar del descrédito total al sistema político”. Tal descrédito, eso sí, no proviene del ciudadano común, del sujeto de a pie. El descrédito, con total certeza, proviene del interior mismo de la clase política. ¿No son ellos los que han defraudado al fisco? ¿No son ellos los que han triangulado -con familiares y asesores- facturas falsas? ¿No es la ex Concertación la que de modo mendicante le ha pedido platita al yerno del ex dictador? ¿No es la UDI la que se ha mimetizado con las empresas del “choclo”, transformándose en la extensión política de esa calaña de empresarios?

En efecto, todas las respuestas son afirmativas, sin duda. Pero, ¿por qué habría que llegar a acuerdos? ¿Por qué deberíamos tolerar salvar a delincuentes de la sentencia judicial? ¿Para salvar un sistema corrupto y desprovisto del más mínimo manual de ética? No nos olvidemos qué significan los consensos, y qué implica una democracia de los acuerdos que proscribe el conflicto transformándolo en una anomalía. Una democracia de “los acuerdos” tiene en nuestro ambiente político una pura acepción: la decisión de unos pocos -arbitraria y tránsfuga- sobre unos muchos, muchos que están desprovistos, eso sí, de todo poder real de decisión o revocación de mandatos. Como si se tratase de dos mundos escindidos, en el que uno de ellos, el de los políticos, rara vez toma nota de las demandas del otro, del de los sujetos ordinarios.

Por mucho menos al sujeto corriente se lo eterniza en la cárcel. “Yo no me he robado ningún chancho ni una escopeta”, decía el campesino ingenuo y desprotegido que Fernando Alarcón representaba en el programa “Jappening con Ja” en los oscuros años 80 de la dictadura de Pinochet. Como si se tratara de una metáfora de lo que siempre ha sucedido, pero que con dramática verdad hoy lo palpamos: para el hombre común no hay ni siquiera la posibilidad de pensar en una exculpación de pecados, no hay ni la remota posibilidad de escapar de la sanción legal. Si se concreta el “gran acuerdo político”, lo que se firmará no sólo es un perdonazo para muchos políticos que “han cerrado” los ojos -como dijo el hiperventilado Francisco Vidal- ante los baluartes de la dictadura, sino que es la imagen que vuelve carne la desigualdad en este país siútico y aspiracional.

La teoría de los consensos, muy deudora del funcionalismo estadounidense de los años ’30 y ’40 del siglo XX, supone que se debe “educar” el conflicto, reducir a los grupos molestos que le hacen ruido a la democracia liberal -hoy neoliberal, que no es lo mismo, en todo caso. Y “educar” el conflicto quiere decir: reducir la disidencia, impedir que se produzca un debate real de ideas en pro de una democracia procedimental -que cada cierto tiempo embauca a los votantes-, instrumental. Una democracia de esa estirpe encubre su real propósito, gobernar para unos pocos, simulando su representatividad empleando a una casta específica de especialistas, los tecnócratas. Tal casta, claro, ya fue anticipada, al menos, por los ingenieros sociales de la dictadura militar, e incluso antes. Pero ahora, para salvar el statu quo, ha convocado a una comisión de “intelectuales” cuya meta es insuflar oxígeno a la alicaída “democracia de los consensos” que parece volver en gloria de majestad, si es que alguna vez salió de viaje.

La democracia de los acuerdos ha sido una expresión de una mecánica política que para sus interpretantes, sin duda, les ha reportado jugosas ganancias y una supuesta gobernabilidad al país. No sin antes, estar mediada por el infranqueable binominal. Sin embargo, es ese mismo tipo de democracia -no hay una única clase, aunque Ricardo Lagos piense lo contrario- la que ha facultado y habilitado a los numerosos políticos y sus allegados a desarrollar sus correrías para financiar sus campañas, o bien utilizar sus influencias y cercanías con el gran poder económico -nacido y engendrado por fraudulentas privatizaciones en dictadura- para enriquecerse. Por lo tanto, en rigor, poco y nada le ha beneficiado en lo sustancial a los votantes, que son la otra arista de la sociedad civil.

¿Por qué no dejar que se esclarezca la real magnitud de la corrupción? ¿Por qué no dejar que les corten la cabeza -judicialmente hablando- a todos aquellos que realmente obraron y seguirán obrando, si se da “la mano”, con escasa moralidad pública y privada? ¿Es que acaso dejaremos de ser los ingleses o los suizos de América Latina? ¿Dejaremos de pertenecer a la OCDE? En cualquier caso, lo mejor para la mayoría todavía demasiado silenciosa es que rueden cabezas, importantes y significativas para el modelo político y económico que ha hegemonizado el país los últimos cuarenta años, de modo de que se perciba y se vea que se comienza la limpieza del campo de tanta maleza. Tal vez florezcan mil flores en lo ideal, si somos positivos.

Tal vez el sacrificio ritual renueve con sangre nuestro mundo conocido, de modo de que aparezca una nueva civilización con otros referentes, expurgada de los tumores que la aquejan.

Aunque se trate de una “política higlander”, aunque de tanto descabezamiento queden unos pocos políticos para iniciar un nuevo ciclo.

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