El gran triunfo de Pinochet
La paradoja es que la misma política denostada por Pinochet, en el fondo acabó siendo financiada por el fisco, pues, en rigor, Julio César Ponce Lerou –dueño de una empresa que antes perteneció a todos los chilenos (Soquimich, hoy SQM)– representa la cruel venganza de su suegro contra los ‘señores políticos.
Patricio Araya es Periodista y Licenciado en Comunicación Social (Usach).
¿Será cierto aquello que, más importante que saber, es tener el teléfono del que sabe? Pinochet no sabía mucho, pero tenía el teléfono de Jaime Guzmán. Pinochet no era ni De Gaulle ni Eisenhower, quienes desde la milicia pasaron a la política –asegurándose el reconocimiento de los historiadores como auténticos estadistas–, sino más bien un militar mediocre, cuyo precario intelecto le impidió hacer el mismo tránsito democrático de sus famosos colegas generales; falencia que sin embargo no fue obstáculo para anotarse un triunfo en la historia chilena que muchos quisieran: seguir dirigiendo el país desde el más allá.
Para Augusto Pinochet la política era una mierda, la consideraba innecesaria para armonizar la convivencia social; él era partidario de la lógica portaliana del gobierno fuerte, centralizado y autoritario; lo demás era música. El general poseía esa soberbia patricia del control absoluto sobre las cosas y las personas, aun desde lo sobrenatural: “Aquí no se mueve ni una hoja sin que yo lo sepa”. Solía referirse con desdén a los políticos, los llamaba ‘señores políticos’, término con el que significaba su desprecio por la democracia. Sin embargo, él mismo soñaba trascender como De Gaulle o Eisenhower. Tal vez por ello se aseguró un escaño como senador vitalicio. No quería esa muerte exiliada y humillante de O’Higgins. Para evitarlo, vaya paradoja, recurrió a un político. No a cualquiera, sino a un intelectual conservador y nacionalista de alcurnia: Jaime Guzmán Errázuriz, un hombre de inteligencia superior. Y no se equivocó. Esa alianza forjó su triunfo. Pinochet se valía de la coerción, Guzmán tenía la convicción. Un par cóncavo y convexo.
A partir de esa complicidad, la realidad chilena actual fue concebida por Jaime Guzmán, quien, consciente que algún día la verdadera democracia reclamaría su lugar, convenció a Pinochet de que la mejor forma de retomar el poder (aunque no fuera él en persona, sino sus seguidores), requería de una devolución temporal del gobierno, mediante un engendro de corta vida, y al que denominarían “democracia”. Con este fin, Guzmán concibió en su mente una democracia imperfecta pero rígida, “que no se pretenda establecer un regreso democrático perfecto, como puede ser aquel que consagre la Constitución, ni que tampoco traduzca la situación en que se desenvolvería el país de levantarse los estados de emergencia que hoy vive, sin tener otro ordenamiento jurídico que los restos de una constitucionalidad y cuerpos institucionales aislados que se van dictando”, y la dotó de una trampa terminal.
Esa imperfección dirigida se evidencia a través del sistema electoral binominal que ha sobrerrepresentado a la derecha, negando el acceso a la discusión a un vasto sector de la población, a lo que se suman los enclaves autoritarios, encabezados por la Constitución de 1980 (obra sublime de Guzmán), los senadores designados, los vitalicios, la bancada militar, la localización del Congreso en Valparaíso –un evidente óbice para la fisiología legislativa–, el Consejo Superior de Seguridad Nacional –un supra poder político capaz de poner de cabeza la autoridad civil en el marco de la doctrina de seguridad nacional–, la municipalización de la educación y la salud, el traspaso de los fondos previsionales de los chilenos a manos privadas (AFP’s), y entre otros más, la mercantilización de la seguridad social.
La trampa –imperceptible en su momento por la masa alienada, producto de la destrucción del tramado social– fue el financiamiento de la nueva política que habría de operar en su debido momento, mediante la usurpación de las empresas del Estado (Penta, SQM, entre otras) a manos de los adláteres de la dictadura cívico-militar. La paradoja es que la misma política denostada por Pinochet, en el fondo acabó siendo financiada por el fisco, pues, en rigor, Julio César Ponce Lerou –dueño de una empresa que antes perteneció a todos los chilenos (Soquimich, hoy SQM)– representa la cruel venganza de su suegro contra los ‘señores políticos’; Ponce Lerou es el tanque que oxigena sus vidas e intereses en nombre del general, es el benefactor que actúa en lugar del ausente.
Los entrampados hoy claman piedad, jamás imaginaron que caerían en la trampa del financista transversal de la política, el auténtico caballo de Troya con el que Pinochet, ya muerto, irrumpe en la plaza pública, revelando su burla ulterior. En el ex yerno resucita el dictador. Su misión no es otra que detonar la bomba que destruye la democracia tutelada de Jaime Guzmán. El ciclo acaba de completarse. ¿Qué viene ahora sino el regreso del poder fáctico disfrazado de un nuevo modelo democrático, una recalcificación del autoritarismo? Esta crisis no será superada por una democracia constitucional, según su concepción griega, sino por una democracia a la chilena, de rodillas, obsecuente; aunque es sabido que Chile no tiene madera para hacer revoluciones con empanadas y vino tinto. Le queda grande el poncho.
En rigor, cabe preguntarse si la transición a la democracia (‘transacción’, como la denomina el poeta Armando Uribe) de verdad existió, o acaso no es más que la metamorfosis de una dictadura cívico-militar inacabada, toda vez que lo que hoy Chile tiene como sistema político es cualquier cosa, menos una democracia real; en efecto, lo que hoy existe es una ‘dictadura democrática’, una perversión mercantil que ordena las prioridades de la sociedad en función del dinero al que acceden quienes la controlan, y que se valida cada cierto tiempo en las urnas con el objetivo de convencer a la ciudadanía que se trata de un proceso litúrgico de representación, tal como ocurre en Cuba. Es decir, se trata de un remedo, de un sucedáneo de la democracia, de un reality show pauteado, pero en ningún caso de una democracia moderna y decente. Entonces, ¿por qué exigirle a aquélla un comportamiento ético propio de la democracia real? Es injusto, ¿no?
En su momento Pinochet –el militarismo previsor– le pidió a Guzmán elaborar un sistema que sólo funcionara bajo ciertas condiciones estructurales (control absoluto del Estado y las libertades personales, anomia política, actores no disidentes, imposición de un capitalismo salvaje, entre otras), cuestión que el ideólogo cumplió a cabalidad, dotando al país de una institucionalidad irrisoria, que suizos o ingleses jamás permitirían. Para su ausencia, el dictador exigió una condición especial: con el fin de que nadie decodificara el complejo mecanismo de acción del sistema, éste tendría que ser asumido por el pueblo como único e inmejorable, un dogma de fe irrefutable. Ello explica la adhesión irrestricta de la derecha a la obra del tirano.
¿Cómo decodificar este juego de abalorios, de códigos inciertos y amorfos en que devino la dictadura cívico-militar?, ¿alguien tiene el teléfono del que sabe cómo superar este marasmo? Ya no existe esa intelectualidad decidora e indeleble de antes; ya no hay por la derecha un Guzmán, ni por la izquierda un Allende, que tengan la inteligencia necesaria para modificar el destino patrio. Ahora el país es dirigido por una casta ignorante e inconsciente, por una chusma ávida de poder y prebendas. Lo de hoy es el pillaje y el matonaje, el aprovechamiento de la dieta espuria, del puestecito; lo de hoy es el lobbismo siniestro, la comparsa, la bajeza, la corrupción confesa, la desvergüenza, como la íntima confesión de Cristina Girardi a su ex Dideco en Cerro Navia: “El sueldo de alcaldesa no me alcanza, tengo que ponerme frenillos, por eso voy a ser diputada”.
Por qué creer que sería diferente si desde un comienzo se sabía que Pinochet sembraría la cizaña de este mal momento; es su profecía autocumplida la que hoy eclosiona: una Constitución que tarde o temprano llevaría el país al caos, y cuya salida se vislumbra como utópica. Mientras los Escalona, los Longueira, los Larraín, los Insulza (de la fracasada tribu neoyorkina), los Girardi –y todos aquellos enloquecidos por trascender como ismos– sigan viéndose como parte de la solución, y no como causantes del problema, la posibilidad de avanzar hacia algo concreto es igual a cero. Todos ellos pudrieron la democracia, aceptaron el dinero sucio del yernísimo, y los que no lo hicieron, fueron donde los Carlos, ¿por qué tendrían que tener la capacidad de recomponerla, si con suerte saben leer y depositar en su banco?
No sea que mañana se imponga un paradigma similar al que sostiene que los problemas de la democracia se arreglan con más democracia: los problemas de la dictadura se arreglan con más dictadura. No sea que uno de estos días Jaime le hable desde la eternidad a sus seguidores, y les ordene ir por una dictadura de nuevo cuño, más “democrática” esta vez, sin muertos ni exilio, sino con más ovejas y mayor adhesión ideológica, con un financiamiento perfeccionado, donde donar no sea delictivo sino filantrópico, donde los millones se homologuen a humildes limosnas dominicales en Las Ursulinas, y donde eludir impuestos sea una virtud bien vista por el popular, sepultado bajo el barro nortino, sin más futuro que los charcos de su miseria endémica, mientras que Pinochet disfruta desde Bucalemu el entuerto que dejó armado.
PD: Señores políticos, no sean frescos; no le pidan a la ciudadanía que arregle este embrollo. ¿Acaso no tienen capacidad de hacerlo?