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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

El niño taimado de Leipzig

Se puede ser consciente, pero no pensante; por el contrario, se puede pensar mucho y actuar como animal.

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Patricio Araya es Periodista y Licenciado en Comunicación Social (Usach).

¿Qué pasará por la mente del destacado cientista político y emprendedor chileno Jorge Alberto Sebastián Dávalos Bachelet, a la hora de enfrentarse a su condición de hijo de la Presidenta de la República? Quizás para él dicha condición no implique proceso reflexivo alguno, con lo cual se desploma la tesis de estar frente a un ser pensante, capaz de precaver las negativas consecuencias de su actuar díscolo y errático en perjuicio, ni más ni menos, que de la persona que lo trajo a la vida a fines de los setenta, allá en Leipzig, en la extinta RDA. De seguro, su condición de primogénito lo tiene sin cuidado, supuesto que explicaría la seguidilla de torpezas cometidas por él desde el regreso de su madre a Palacio. ¿Un actuar inconsciente? No se confunda inconsciente con irreflexivo. Se puede ser consciente, pero no pensante; por el contrario, se puede pensar mucho y actuar como animal. Desde luego, entre ambos términos podría –en el caso de Dávalos– existir una insospechada relación causal.

Si hoy Sebastián tuviese diez años, sería comprensible que fuese uno de esos niños que hacen rabietas frente a un no. De ser así, con toda certeza la prensa palaciega ya habría provisto más de alguna sabrosa anécdota del mocoso. Pero, por desgracia para él y el gobierno, se trata de un hombre adulto, camino a los cuarenta, casado, padre de dos hijos, y sobre todo, de un profesional híper calificado que ha desempeñado labores estratégicas en la Cancillería, así como importantes asesorías empresariales y exitosos negocios en el mundo privado.

En beneficio de la dignidad intelectual del hijo presidencial, cabe admitir como probable que sus desatinadas acciones –que pulverizaron los más preciados atributos personales de su madre– no obedecen a una simple rebeldía adolescente tardía, sino a una cuestión más compleja encriptada en la relación con la madre. Relación que, sin ser muy distinta a tantas otras entre madre e hijo, hasta hoy permanece oculta, como secreto de Estado, pero que acaba filtrándose como gotera a través del correveidile en las sombras. Algo ignorado por la ciudadanía, y que hoy podría explicar la actitud irresponsable del hijo hacia la madre, se halla oculto en la personalidad del ex director sociocultural de la Presidencia, enquistado como gran rencor infanto-juvenil. Y eso se nota, a la legua, como se dice. Un hijo que ame a su madre no actúa como Sebastián Dávalos. Ello es propio de la desafección.

A Dávalos sólo hay que observarlo para leer su drama más profundo, su comunicación no verbal sudorosa con la que exterioriza sus carencias afectivas, sus limitaciones intelectuales, su tímida-arrogancia con la que entra y sale del aparato estatal cuando mami es la jefa; su deseo reprimido de demostrarse hábil y talentoso frente a ella y al veleidoso mundillo político que le pasa factura por su privilegiada posición.
Recuérdese su performance el día de su renuncia en La Moneda. Allí, de traje gris como cajero de banco, flanqueado por sus tiernas y exuberantes colaboradoras, advirtió a los periodistas que sólo leería una declaración –su dolida renuncia, el finiquito maternal–, y que no admitiría preguntas, algo así como ‘si les gusta, se quedan’. Y luego vino la lectura veloz en voz alta, a trastabillones, el carraspeo inoportuno, la vista gacha y la lucha con sus gafas por escaparse sobre su nariz. Sus asesoras observando nerviosas la tensa escena, rezando para que toda aquella decapitación acabara pronto, pero el cordero sacrificado ya ardía como leño en medio del patio, y leía sin alzar la vista, mientras su mundo se caía a pedazos, y volvía a tropezar sobre el texto que le habían escrito con toda dedicación y cariño, como hacen los asesores comprometidos. Sebastián no utilizaba el tiempo que le pertenecía, no lo percibía; los canales y las radios transmitían en vivo y en directo, no había otra pauta más importante que la suya. Nadie lo apuraba. El pánico escénico era su único e incontrolable enemigo. La Moneda ardía en los pies y en la calva del hijo echado. ¿Su madre estaría viéndolo en Caburgua?

Esa tarde estival el primogénito desoyó los consejos de sus maternales asesoras y propició su escarnio, ayudando a nutrir los libretos de los humoristas; se sentía humillado, frustrado, su madre lo expulsaba a once meses de haberlo ungido como su ‘primer damo’. Si bien La Moneda no es Disneylandia ni Legoland –donde tal vez en su infancia esperó con largueza que lo llevaran sus padres–, sí era el lugar donde él podía jugar a ser grande, todo un Max Weber, donde ejercer su influencia y mando, donde dejar su impronta innovadora y ser temido como el gran favorito; lamido y venerado. En ese palacio, al fin, él tendría toda la atención de mami.

Luego, Sebastián recriminó a los medios por supuestos comentarios atribuidos a su familia durante su descanso en el lago, en relación al caso que lo sacaba de su cargo; enseguida reivindicó la honra de los Bachelet y la propia, escindiéndose de eventuales delitos funcionarios “como algunos han mencionado”. Y agregó: “Asumo que el perjuicio provocado (por Caval, por su esposa, no por él) ha dañado a la Presidenta de la República y al gobierno de Chile, quienes cuentan con mi total y absoluta lealtad (como si aquello tuviera algún valor)”. Así, hasta que llegó el instante sublime de su mensaje terminal: “No me queda más que pedir humildemente perdón por este amargo momento, entiendo además que esto para algunos podría no ser suficiente, por lo que he decidido dar un paso al costado (mentira, mami lo echó), y renunciar a mi cargo de director sociocultural de la Presidencia”, dando emotiva cuenta de su sentido alejamiento. Demasiadas emociones juntas como para leerlas en clave de hombre público. Pide perdón, pero no se arrepiente. No se evidencia el deseo de reparar a la madre perjudicada. ¿Por qué no lo acompañó su esposa en ese “amargo momento”?

Considerando la soltería de su madre, tal vez Dávalos, más que asumir como ‘primer damo’, anhelaba un aterrizaje más vistoso en La Moneda, como príncipe consorte, ataviado de cierta pompa y poder delegado. Méritos reales tiene, pues lleva nombres de monarcas ingleses: Jorge y Alberto; suficiente pedigrí para reclamar un lugar en la siempre arribista oligarquía criolla. Necesidad de pertenencia social que también lo hizo golpear las puertas de Marcoleta.

Con su salida del espacio público Dávalos cierra una puerta y abre un espacio insondable. El gran misterio de por qué expuso y dañó a sabiendas la imagen de su madre, es algo en el que ni fiscales ni periodistas podrán hurgar, elevando a la categoría de mito urbano la verdad de su relación con su progenitora. Qué difícil será de ahora en adelante saber si tras Caval subyace la clave de esa intimidad familiar. ¿Alguna vez se develará que Caval no es más que la somatización de una afectividad dañada, de abandonos y despreocupaciones infantiles, una pasada de cuenta del hijo Edipo, tal vez apartado por un amor furtivo de la madre joven, dolores no confesados, fobias, intolerancia al fracaso producto de una formación estalinista, prolongadas ausencias, invasión de espacios familiares contaminados por la militancia materna?

Acaso todo este mediático episodio no será más que un camuflado ajuste de cuentas, a manos de un gran taimado endémico, un adolescente inconcluso que no logra diferenciar el living de su casa y el Patio de Los Naranjos. ¿Por qué Sebastián Dávalos no acompañó a su mujer a declarar a la fiscalía de Rancagua, exponiéndola a un trance innecesario, y sí exige resguardo policial para él, y su madre se lo otorga? Desde un punto de vista axiológico él actúa de manera contradictoria con las mujeres que lo aman, pero que lo arrastran en sus desaciertos; la falta de compromiso y solidaridad hacia su esposa en un momento complejo, revela que Dávalos separa de modo indolente la razón de la emoción. Con la diferenciación hecha por Bachelet respecto a la seguridad del matrimonio Dávalos-Compagnon, frente a su declaración a la fiscalía –al no otorgarle a su nuera el mismo estatus que a su hijo–, salda la humillación del funeral vikingo de febrero, y lo repara, compensándolo mediante la parafernalia de un operativo policial VIP que franquea su llegada al tribunal.

Si Bachelet dice la verdad cuando afirma ante el país que se enteró por la prensa del negocio de Caval, entonces es ella misma quien avala la tesis de que su hijo la traiciona, denotando una desprolijidad de Dávalos sólo entendible como un giro a cuenta de un saldo a su favor, y en contra de la madre. ¿Cómo se entiende que madre e hijo, siendo personas públicas, no dimensionen las consecuencias de sus actos personales, si no es en el contexto de una relación que tiene sus bemoles? Con todo, la de Dávalos aún no se entiende como una actitud casual ni piadosa hacia su madre, sino como una venganza arqueológica, larvada en dos o tres continentes, durante décadas de lenta espera, que expone un rencor inconfeso y profundo. Dicho en buen chileno: ahí hay sangre en el ojo. Y se nota demasiado.

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