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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

El país donde estamos siempre a punto de perderlo todo

En Chile, en cualquier momento alguno de los miles de kilómetros de choque entre placas tectónicas, puede generar un terremoto de enorme magnitud y tragarse casi cualquier parte del territorio. O una ola gigante puede arrastrar cualquiera de las cientos de localidades distribuidas a lo largo de nuestros 6.435 kilómetros de costa. Un aluvión puede arrastrar parte de la cordillera y sepultar una ciudad. Tenemos tantos volcanes activos que casi resulta una benevolencia del destino que no hayan grandes erupciones simultáneas. Afrontémoslo, a pesar de nuestra relativamente sólida República, todo lo que tenemos por propio y seguro puede desintegrarse en menos de 24 horas. Y sin que nadie tenga la culpa. Esa sí que es precariedad, miércale.

Por Óscar Marcelo Lazo
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Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo

Hay muchos, quizás demasiados lugares en el mundo, en que las personas y comunidades están en permanente peligro. En países muy pobres de todos los continentes, e incluso en algunos altamente industrializados como India y China, persisten poblaciones en una situación de marginalidad que los mantiene sin acceso a bienes y servicios de primera necesidad como vivienda, salud y educación. Hay territorios en Europa del Este, en África y en el Medio Oriente, que siempre han estado en guerra o en guerrilla, en permanente inestabilidad política y conflicto con los estados fronterizos. Algunos hace cien años, otros desde hace más de mil, como el territorio de convivencia palestino-israelí.

En Nigeria un grupo armado te puede secuestrar desde la escuela en cualquier momento, en Gaza te puede caer una bomba encima en casi cualquier lugar, en Libia la ansiedad por huir al norte ha hecho naufragar y morir a miles en las aguas del Mediterráneo. Vivir ahí es saber que no se tiene nada, que la muerte o el duelo son inminentes. Ello inhibe pensar en un horizonte para la propia vida y hace prácticamente imposible soñar colectivamente. Por eso no es extraño que varias de esas naciones terminen siendo lo que los analistas llaman “Estados fallidos”: la precariedad individual es tan aplastante, que no hay posibilidad de constituir comunidad nacional.

La situación en esos lugares no puede definirse de otro modo que como brutal injusticia. No hay ninguna buena razón para aceptar esas formas violentas de relación en que unos pocos han concentrado riquezas que han arrebatado a otros, donde dos sistemas de creencias o grupos étnicos tienen la convicción de eliminarse mutuamente o donde un imperio poderoso ha oprimido, hecho y deshecho, con el gobierno de un país explotado que le queda muy lejos como para sentir empatía.

Chile es muy distinto a eso. Algunos no podemos ni imaginar esas realidades, infinitamente peores y más extensas que nuestros días más malos. Por supuesto que sufrimos las consecuencias políticas y sociales de una enorme desigualdad. Por supuesto que tenemos necesidades muy urgentes de mayor justicia y equidad en el acceso a educación, salud y vivienda. Pero no somos Nigeria ni Libia, no somos Ucrania ni Israel. Aquí no caerá un misil teledirigido en el hospital ni secuestrarán a todo el colegio de tu hija para hacerlas esclavas de Boko Haram. Aquí también tenemos una pobreza que duele y una violencia de género que mata, pero también existe el espacio suficiente como para convocar multitudes dispuestas a salir a las calles a exigir cambios y, cada cierto tiempo, lograrlos. Somos un país donde hay espacio para la comunidad, incluso cuando nos azotan tragedias. No podemos olvidar que en el pasado reciente no solamente sobrevivimos a una dictadura, fuimos capaces de derrocarla mediante el ejercicio subversivo de la solidaridad y la democracia.

Y sin embargo, igual que en los países más pobres o violentos del mundo, siempre estamos a punto de perderlo todo. A veces nos olvidamos de nuestra precariedad, pero los últimos cinco años nos lo han recordado intensamente. En Chile, en cualquier momento alguno de los miles de kilómetros de choque entre placas tectónicas, puede generar un terremoto de enorme magnitud y tragarse casi cualquier parte del territorio. En Chile se ha liberado más energía sísmica que en la suma de los grandes terremotos de todo el resto del mundo en toda la historia conocida. Ya lo vivió alguna vez Valparaíso, Chillán, Valdivia, Concepción, y nos seguirá ocurriendo siempre y en cualquier parte. Enormes incendios pueden amenazar nuestras miles de hectáreas de bosque o una ola gigante puede arrastrar cualquiera de las cientos de localidades distribuidas a lo largo de nuestros 6.435 kilómetros de costa. Un aluvión puede arrastrar parte de la cordillera y sepultar una ciudad, incluso la capital del país. Tenemos tantos volcanes activos que casi resulta una benevolencia del destino que no hayan grandes erupciones simultáneas. Afrontémoslo, a pesar de nuestra relativamente sólida República, todo lo que tenemos por propio y seguro puede desintegrarse en menos de 24 horas. Y sin que nadie tenga la culpa. Esa sí que es precariedad, miércale.

Estar siempre en la pitilla, en la cuerda floja a punto de perderlo todo, debería hacernos distintos. No unos asustadizos patológicos, sino libres respecto a lo que tenemos. No es raro encontrar en Chile familias que se han topado durante varias generaciones seguidas con catástrofes naturales que les han arrebatado todo, han visto arder sus casas en un incendio o la han visto pasar flotando arrastrada por el mar. Y su testimonio es siempre estremecedor: resiliencia, gratitud por haber sobrevivido, solidaridad con quienes han compartido la herida, deseo de ponerse de pie y reconstruir lo derrumbado. Podría ser cualquiera de nosotros el que lo perdiera todo y eso debería cuestionarnos para qué tener y acumular bienes, tendríamos que preguntarnos en serio qué pasará si perdemos todo y quedamos con lo puesto. Y la respuesta es simple: lo que queda son nuestras relaciones con otros, la amistad, la familia, el destino compartido.

La inminencia de quedar desnudos no viene dada por la violencia de nadie, sino por un destino que compartimos todos los que habitamos el mismo territorio. Y eso quizás nos une, nos da no un enemigo común -porque nada podemos hacer para impedir que la naturaleza despliegue su fuerza- sino que nos recuerda que la incerteza es la única genuina verdad, que pudimos ser otros y podemos ser azotados por un rotundo cambio de vida en cualquier momento.

Vivimos montados en un territorio que no vale la pena tratar de domesticar, al que los habitantes más bien hemos aprendido a adorar en su fiereza. No es el lugar para construir templos, que inevitablemente caerán. Es el lugar para hacer una comunidad que se cuide mutuamente, una vecindad humanamente densa que se salude en las mañanas y se desee paz mutuamente. Que la ciudad sea el modo como se encarna nuestra manera de cabalgar este monstruo de rupturas subterráneas y lava inminente, que nuestras expectativas del desarrollo no sean encadenar a la bestia, sino convivir juntos en esta tierra todos los días. Que no nos creamos la solidaridad televisada, reactiva a las tragedias inmensas, sino que tenga la fluidez del cuidado diario, de los hijos que hemos tenido juntos y la tierra que han pisado nuestros pies.

Que estar siempre a punto de perderlo siempre todo, nos haga más libres y más humanos. Porque nada de lo que tenemos tiene por qué durar. Y acaso sea eso lo que más nos una. O debería.

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