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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Chile no tiene cómo ganar, Bolivia no tiene cómo perder

Para entender el actual litigio de La Haya, debemos asumir que una de las partes acostumbra apegarse a lo legal de manera estricta, renunciando a la colaboración y a la política relacional como estrategia, y la otra parte más bien opera estratégicamente para crear e instalar un caso basado en concitar simpatías por factores emotivos, apareciendo como víctima.

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Ricardo Baeza es Magister en Antropología y Desarrollo U. de Chile y Psicólogo Organizacional UC. Profesor de la Escuela de Psicología y de Masters de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibañez. Director del Diplomado de Gestión de Evaluación y Selección de Personas de la UAI.

Durante esta semana la cobertura de los medios ha sido tomada masivamente por el juicio en La Haya, generando una expectativa ciudadana tal como si se tratase de una final de campeonato. La duda que surge es si entendemos bien lo que realmente está en juego con todo esto. Es habitual que los árboles impidan ver el bosque y que, por detenernos en un aspecto parcial de un asunto perdamos de vista el panorama global del mismo.

Hace décadas que Bolivia ha venido haciendo un brillante trabajo en la comunidad internacional, logrando instalar el “problema de la mediterraneidad” como un hecho innegable; aunque sabemos que, luego del ya famoso tratado de 1904, jurídicamente hablando no existen temas fronterizos pendientes entre Chile y Bolivia. Sin embargo, Bolivia ha apelado a algo más allá de lo jurídico, ha logrado despertar la simpatía general utilizando la victimización como estrategia. Y su éxito ha sido innegable, logrando crear un caso mediante una base de apoyo emocional antes que jurídico. Incluso usando factores que poco tienen que ver con el supuesto conflicto, como es el indigenismo, la solidaridad de los pueblos y hasta el espíritu bolivariano.

Por su parte, nuestro país ha basado históricamente su estrategia con Bolivia en el apego a lo legal. Y, aunque razón no le falta al considerar que las relaciones internacionales se ordenan dentro de un marco legal, resulta un poco ingenuo creer que esa sea el único criterio que las regule. Lamentablemente desde hace décadas Chile ha renunciado a hacer verdadera política exterior en su diplomacia, limitando el carácter de sus relaciones internacionales meramente al ámbito de lo comercial. Y ante la aparición de alguna eventual situación conflictiva, recurriendo al ámbito de la ley para poder superarla. Y claramente tras los conceptos de regulación legal y regulación comercial hay un supuesto común, que el otro tiene una posición antagónica, opuesta, contraria a la propia y claramente irreconciliable con ésta. Es decir, ser parte de un concepto en esencia conflictivo, donde obviamente el foco se pone en idear algún mecanismo para evitar esa confrontación.

El otro queda así transformado en un potencial enemigo al que debemos vencer. O bien lo hacemos mediante el imperio de la ley o, en el mejor de los casos, lo enfrentamos mediante una negociación, cediendo en parte para poder obtener alguna ganancia por otro lado. Rara vez a alguien se le ocurre naturalmente optar por la colaboración como estrategia primaria, eso daría cuenta de un colectivismo que ya hemos reemplazado hace años por el individualismo pragmático. Y esto nos ha configurado como un país poco amistoso, poco dado a relacionarnos con nuestros vecinos. Lo que sumado a la imagen de país vencedor en una guerra expansionista, fácilmente nos coloca en posición de ser vistos como abusivos dentro de la región.

Es en este contexto que debemos entender el actual litigio de La Haya, asumir que una de las partes acostumbra apegarse a lo legal de manera estricta, renunciando a la colaboración y a la política relacional como estrategia, y la otra parte que más bien opera estratégicamente para crear e instalar un caso basado en concitar simpatías por factores emotivos, apareciendo como víctima.

Bolivia, brillantemente, no presentó ante La Haya un reclamo para obtener salida al mar (el que jurídicamente no hubiera tenido cabida), sino que planteó que Chile ha actuado por décadas como si existieran temas pendientes y que, por lo tanto, se le debe obligar a sentarse a negociar. Chile, por supuesto, niega esto y trata de establecer que Bolivia efectivamente lo que quiere es volver a discutir en esencia el tratado de 1904 y que, por lo tanto, la corte debe declararse incompetente. Qué ocurrirá con esto es algo difícil de anticipar. Quizás lo más probable es que la corte estime que antes de pronunciarse sobre su competencia necesite escuchar más antecedentes y se reserve dicha declaración sólo para el final del largo proceso. El punto es que, se decida lo que se decida, Bolivia sólo puede ganar y Chile sólo puede perder.

El mejor escenario para Chile es un triunfo jurídico rápido, con una corte que se declara incompetente, terminando así todo el proceso prácticamente antes de que siquiera inicie. ¿Y qué gana Chile con esto? En esencia nada. Lo único que obtiene es no verse obligado a sentarse a negociar con Bolivia, es decir, el mismo estado de situación que había antes de que Bolivia recurriera al tribunal. No implica que Bolivia vaya a renunciar a sus demandas, que se acaben de una vez por todas sus reclamos y su política antagónica con Chile, ni que abandone su política internacional de instalar y posicionar su causa. Por lo que un triunfo chileno no haría perder nada a Bolivia.

El peor escenario para Chile, claro está, es que el tribunal se declare competente, conozca los antecedentes del caso y a la larga termine fallando en su contra, obligándolo a sentarse a negociar. Y un país tan legalista como el nuestro quedaría amarrado a hacerlo. Esa es la gran apuesta de Bolivia, que ha evaluado bien a Chile y sabe que su gran fortaleza institucional de apego a la ley puede volverse en su contra si la sabe utilizar bien. Y si de algo ha dado muestra Bolivia es que sí sabe cómo hacer buena política exterior.

Lo importante es que, sea cuál sea el escenario final, Chile no gana nada y a lo único que puede aspirar es a minimizar el posible daño. Bolivia en cambio si gana en La Haya puede obtener un gran aval internacional para obligar a Chile a negociar, y si pierde simplemente mantendrá su política de siempre. Después de todo, su estrategia siempre ha sido más de corte emotivo que legal, y una derrota en La Haya contribuirá a mantener y reforzar su imagen de víctima, tanto de Chile como del sistema; lo que no dudará en utilizar para continuar concitando simpatías a su causa.

A modo de colofón dejo abierta una inquietud. Bolivia es un país esencialmente dividido en dos, una Bolivia altiplánica con centro neurálgico en La Paz y que detenta el poder político, y otra Bolivia amazónica con centro en Santa Cruz y un gran poder económico. Sumado a esto la existencia de muchas comunidades indígenas que viven tan apartadas de la dinámica de la modernidad que difícilmente le otorgan un gran significado al hecho de ser bolivianos. En este contexto tan diverso y poco integrado ¿Cuánto le sirve a Bolivia el tema de la mediterraneidad, y presentar un enemigo externo, para su propia generación de identidad? ¿Qué tan viable le resultaría integrar geográficamente al país una eventual franja soberana en el Pacífico, si tanto les ha costado hacerlo entre su parte altiplánica y la amazónica? En definitiva ¿qué les resulta más útil, disponer de una franja soberana en el Pacífico o mantener vivo un tema conflictivo que les sirva tanto como criterio de unificación nacional así como eventual chivo expiatorio para esgrimir ante su población ante alguna agudización de crisis internas? ¿Tendrán de verdad un interés real en disponer de una salida soberana al Pacífico? Sólo el tiempo lo dirá.

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