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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

En Política… confieso que he vivido

He vivido el idealismo. Fui un joven con ganas de cambiar el mundo. Participé en agrupaciones y colectivos con la convicción de que valía la pena trabajar por aquello que llamamos el bien común. En aquel entonces no entendía que eso me convertía en un ente Político pues, como muchos, creía que la Política se limitaba sólo a la acción de los representantes políticos. Me faltaban años aún para comprender que lo que ellos en realidad hacen es política con minúscula, privilegiar sus mezquinos intereses antes que preocuparse del bien colectivo; mientras que el emprender acciones teniendo el beneficio social como norte, independientemente del alcance del rol que uno ocupe, es hacer la verdadera Política, aquella con mayúscula.

Por Ricardo Baeza
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Ricardo Baeza es Magister en Antropología y Desarrollo U. de Chile y Psicólogo Organizacional UC. Profesor de la Escuela de Psicología y de Masters de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibañez. Director del Diplomado de Gestión de Evaluación y Selección de Personas de la UAI.

He vivido la desilusión. Se iniciaban los años 90 y llegué a ocupar posiciones de representación estudiantil. Y conocí el comportamiento de muchos de aquellos quienes ya proyectaban una futura carrera de representación política. Y fui testigo de las semillas de la corrupción, del actuar por conveniencia, de querer alcanzar el poder por el poder, del abandono de la búsqueda del bienestar colectivo por privilegiar el beneficio personal.

He vivido la cobardía. Asqueado por las maneras de hacer de esa política, no encontré sintonía entre aquello y mis convicciones valóricas más profundas. Y fue entonces que tomé la cobarde decisión de no seguir participando de aquel mundo, aún sabiendo que con ello dejaba el futuro de la política en manos de aquellos corruptibles representantes. Porque si todos hacíamos lo mismo ¿quién velaría por impedir que la corrupción se tomara el poder absolutamente?

He vivido el retiro. Porque declaré que nunca me convertiría en militante de un partido político. Siempre consideré que un partido era una colectividad que se constituía en torno a una orientación ideológica, a un color político ubicable en cierto sector definido dentro de la gama entre derecha e izquierda. Y veía que mis ideas no quedaban plenamente recogidas por ninguna de las opciones identificables en ese espectro. También entendía que un partido necesariamente sería dirigido por una cúpula de representantes quienes marcarían el rumbo al que los militantes debieran ceñirse. Y siempre valoré mi condición de libre pensador, de poder permitirme reflexionar sin trabas, sin tener que adscribirme a argumentos por conveniencia ¿cómo entonces mantener mi tan atesorada libertad de pensamiento en un contexto condicionado por lo que decretara una mesa directiva?

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He vivido la ceguera. Carecí de la suficiente imaginación para considerar un estado de cosas diferente. En parte porque la única referencia a mano eran los partidos de la Concertación y de la Alianza, herederos de una polarización ideológica que durante décadas marcó la realidad política, no sólo en nuestro país sino también en el mundo entero. Por ello no sopesé que los cambios de contexto que se avecinaban pudieran ser tan relevantes. Nuestro retorno a la democracia, coincidiendo con el fin de la Guerra Fría (plasmado icónicamente con la caída del muro de Berlín) e incluso el inicio de la gran revolución global de la internet, paulatinamente modificaron la configuración del escenario general. ¿Cómo poder predecir en aquel minuto que el mundo cambiaría tanto que incluso la propia lógica de representatividad política comenzaría inexorablemente su proceso de decadencia y deslegitimación?

He vivido el descontento. Me he sumado a muchos desencantados, quienes día a día cobran mayor conciencia de que la clase política se fue acomodando a las regalías del poder y ha sabido sacar provecho de él para sus propios intereses particulares, con muy poca –o incluso nula– preocupación por el bien común. Claramente esta situación no es nueva en la historia política. Lo novedoso es la notoria visibilidad que ha ido adquiriendo gracias a la mayor transparencia que ha permitido la globalización de la información y las redes sociales. Las personas nos sabemos dañadas por el sistema, abusadas. Y en ese contexto la emocionalidad se activa y es desde el dolor que se escucha. Y me he movilizado y he estampado mi rechazo incluso en las urnas, manifestando mi incomodidad anulando el voto.

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He vivido la sospecha. En este contexto de crisis de confianza hacia los representantes políticos, he recelado de todo aquel que se levanta y manifiesta querer liderar un proceso de cambio, pues intuyo que detrás se encuentra el mismo tipo de fiera política de siempre, sólo que vestida de cordero. La credibilidad hacia la institucionalidad está tan resentida, tanto pública como privada, que la sospecha se instaló en el alma de la sociedad como mecanismo predilecto para aproximarse a los fenómenos públicos. La tendencia es creer todo lo malo que se cuenta y sospechar de todo lo bueno que se dice. Y bajo ese principio, la desconfianza hacia el sistema se instala y termina siendo mucho más fácil quejarse y destruir que proponer y construir.

He vivido la urgencia. Noto la necesidad imperiosa de hacer un cambio real en este estado de cosas. No podemos darnos el lujo de dejar las cosas como están y, mucho menos, de permitir que la crisis desemboque en una ruptura institucional. Hemos llegado a la encrucijada social, donde el minuto determinante es ahora. Si dejamos que las cosas sigan su curso sin intervenir, nuestro riesgo principal no es el desgobierno (un país tan legalista como el nuestro hoy no se lo permitiría) sino más bien el riesgo es el acostumbramiento del sistema, manteniendo abierta una válvula de escape permanente del descontento con el fin de que en el fondo siga todo igual como siempre.

He vivido el realismo. Me he convencido que la mera manifestación del descontento ya es insuficiente puesto que no cambia nada en lo estructural. Y eso no ocurrirá mientras se mantenga el mismo tipo de políticos en el poder. Nada se transformará mientras sigamos reclamando en nuestras redes, cual catarsis colectiva, en vez de ponernos en acción y movilizar los cambios. Y eso implica tener que hacer uso de las vías institucionales para generar el cambio, no nos queda otra. No hacerlo, seguir sólo con la catarsis o la abstención electoral, es simplemente hacerles el juego a esos políticos.

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He vivido la sorpresa. Me he dado cuenta de que la crisis política existente no es tanto de contenidos como de formas. Chile es ideológicamente diverso, es parte de su esencia. Y cada intento de hegemonizar la ideología se topará inevitablemente con ese hecho. El problema de fondo de nuestra política no es de ideología, puesto que tanto moros como cristianos sufren todos de la misma dolencia, el abuso del poder sobre la gente. El verdadero problema está en la manera de hacer política, cómo poder gestionar dentro de la diversidad. Hoy se observa una ausencia de participación directa en las decisiones (no sólo en las votaciones), falta de colaboración, imposición de jerarquías verticales que invalidan al otro, carencia de una fiscalización de los propios ciudadanos hacia sus representantes, entre tantas otras falencias. Una política que no se hace cargo de respetar y valorar su propia diversidad, sino que busca hegemonizar, coartar la libertad, y alinear doctrinariamente para favorecer los intereses de unos pocos. Al menos para mí ha sido muy sorprendente notar que no estamos tanto ante una crisis ideológica como a una crisis de las formas.

He vivido el desafío. He asumido que estamos en una era distinta. Y este nuevo contexto, así como ha implicado una grave crisis de la representatividad, también debiera implicar nuevas y creativas respuestas para hacerle frente. Las alternativas de siempre ya no resultan válidas, más aún cuando precisamente son las formas las que deben cambiar más que los contenidos. Estamos condicionados por décadas de formación a lidiar con las alternativas ideológicas, pero poco sabemos de cómo modificar las maneras de hacer política. Eso debiera activar nuestra creatividad para buscar la manera de iniciar un proceso de cambio, no sólo de líderes sino, más importante aún, en la manera de llevar adelante las iniciativas de participación en forma más inclusiva, abierta, tolerante, colaborativa. Y eso es válido en cada ámbito en el que hacemos Política de verdad en nuestra vivencia cotidiana, en nuestro hogar, nuestro trabajo, con nuestros amigos, en nuestros hobbies, en nuestros centros de padres, juntas vecinales, sindicatos, y por supuesto también en los partidos políticos.

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He vivido la esperanza. Sé que todos tenemos un llamado a participar para cambiar nuestra realidad Política en cada instancia que vivimos. Pero para generar cambios estructurales a nivel país se hace necesario incluir su dimensión institucional. Hoy existen varias iniciativas de partidos políticos en formación, pero me ha llamado la atención una de ellas, precisamente porque se aparta de la clasificación excluyente entre izquierdas y derechas y apunta más bien a un cambio en las formas de hacer Política, sin directrices de partido y orientados más bien a compartir valores de convivencia y participación. No extraña que en esta iniciativa participen muchos emprendedores e innovadores, pues el desafío de crear nuevas formas de encarar la actividad Política claramente intimida al temeroso conservador, a aquel que no puede ver más allá de las clasificaciones ideológicas añejas y que no comprende que es posible hacer convivir a alguien de izquierda con alguien de derecha.

Hoy vivo la convicción de que para cambiar la Política en Chile debemos trabajar en dos frentes, en implantar nuevas formas de convivencia y participación en cada uno de nuestros espacios cotidianos y, a la vez, comenzar a modelar una nueva forma de hacer política dentro de la institucionalidad. Y es por eso que he aceptado militar en este nuevo partido llamado Tod@s, con la convicción de que pondré todo mi empeño en contribuir a inventar, crear y desarrollar una manera diferente de operar en Política. Y me enorgullece poder formar parte de esta iniciativa abierta y en formación, donde se comience a sembrar una semilla que, a la larga, estoy cierto que ayudará a modificar la forma de hacer Política que todos queremos, más humana, abierta, respetuosa, colaborativa y participativa. Con esta Política sí que me identifico y estoy dispuesto a aportar activamente. Un proyecto que me inspira y que espero seguir viviendo.

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