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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

¿Abortar como legítima defensa?

Tal vez uno de los temas más polémicos en nuestro contexto legislativo es el que dice relación con la llamada ley de aborto. Esto no es extraño, pues se topa con dimensiones valóricas muy profundas y, en un contexto tan diverso como el nuestro, eso inevitablemente genera roces y diferencias muchas veces irreconciliables. Seguramente cada uno de nosotros tiene una postura personal a este respecto (y no soy la excepción). Pero de todas formas trataré de hacer un esfuerzo por reducir algo de mi subjetividad e ir desmenuzando ciertos factores hasta llegar a algunos puntos a aportar para la discusión general.

Por Ricardo Baeza
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Ricardo Baeza es Magister en Antropología y Desarrollo U. de Chile y Psicólogo Organizacional UC. Profesor de la Escuela de Psicología y de Masters de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibañez. Director del Diplomado de Gestión de Evaluación y Selección de Personas de la UAI.

Para empezar, es habitual que se incluya en este tema una dimensión ética de origen religioso. En efecto son muchos quienes, legítimamente, comparten una postura anclada en preceptos de su religión, que los inclina a considerar que la vida tiene un carácter sagrado y que sólo Dios puede disponer de ella. Esto no me parece discutible, por el contrario, lo considero completamente válido como criterio central para estructurar la vida de un creyente. Sin embargo, esto es absolutamente distinto cuando de lo que se trata es de legislar para crear ordenamientos sociales en un país.

Si un congresista creyente en una religión comparte la mirada de que sólo Dios puede disponer de una vida, me parece completamente válido y legítimo que quiera garantizar que dicho punto de vista que él representa quede salvaguardado por la ley. Es decir, luchar porque la legislación contemple y permita que los fieles de dicha religión puedan ejercer su derecho de no intervenir sobre los designios divinos.

Pero bajo ningún punto de vista me parecería legítimo que pretendiera que la legislación quedara condicionada bajo dicho precepto para todos los ciudadanos, compartan o no el mismo credo que él. Sería lo mismo que si un congresista vegano, en vez de luchar por garantizar que los niños veganos accedan a dicha comida en los jardines y colegios, pretendiera que se eliminara la carne de los menús de todos.

Somos un país diverso, con creencias muy dispares, y todas ellas deben quedar convenientemente resguardadas en nuestro ordenamiento jurídico. Hace siglos que en Chile se separó la Iglesia del Estado, pasando a ser un Estado laico, por lo que no resulta correcto argumentar en base a criterios religiosos particulares el sostener o eliminar alguna ley en específico con el fin de que aplique sobre cualquier persona, independientemente de sus creencias.

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Cada religión tiene el legítimo derecho de plantear y exigir a sus propios fieles que sigan los preceptos de la misma, aplicando incluso sus condenas y excomuniones si les parece pertinente. Pero no es correcto aprovecharse de un sistema penal de la sociedad para que haga la tarea que a ellos mismos les corresponde hacer con los suyos. Y mucho menos querer aplicarla sobre los demás, quienes no comparten su misma fe.

Si dejamos de lado el criterio ético religioso, debemos abordar entonces el ámbito de lo jurídico. Aunque el derecho no forma parte de mi bagaje formativo –y a riesgo de caer en aberraciones importantes– me atreveré a esbozar algunas consideraciones generales. De entrada nuestra Constitución garantiza el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica de la persona. Sin embargo, no aclara qué es lo que se entiende por persona, lo que ha abierto la puerta a la discusión respecto de cuándo consideramos que se inicia la vida de un nuevo ser humano. Los partidarios de la ley de aborto, evidentemente se inclinan por considerar que ello ocurre en etapas avanzadas; mientras que los contrarios estiman que eso ocurre en el instante mismo de la fecundación.

Si asumimos que no hay vida humana hasta etapas avanzadas, es claro que el aborto sería legítimo en las primeras semanas, con lo que acabaríamos rápidamente la discusión. De hecho, mucho del tratamiento de este tema se ha dado bajo este entendido, determinar con precisión cuándo se pasa dicho punto crítico (también como una suerte de limpieza de conciencia, sintiendo menos culpa si es que se trata de un conjunto de células que en el caso en que ya se pudieran distinguir ojos o manos en el feto).

Pero yo prefiero ir más allá, ponerme más exigente aún y considerar el criterio más restrictivo de ambos, asumir que es con la fecundación que ya comienza a existir una vida humana. Pues bien, en tal caso cualquier aborto sería eliminar una vida y constituiría, de hecho, un acto de homicidio.

Lo interesante es que la comúnmente conocida como “ley de aborto”, es en realidad una “ley de despenalización del aborto”. Por lo que lo pertinente es preguntarse ¿bajo qué condiciones dicho “homicidio” podría quedar liberado de condena y de cumplir una pena?

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En nuestra legislación existen casos en que algunos homicidios no implican una condena, por ejemplo cuando existen atenuantes que pudieran llegar a configurar un acto de legítima defensa. Por supuesto que deben concurrir una serie de factores para que ello aplique, como una agresión ilegítima, falta de provocación y proporcionalidad del acto, entre otras. Pero lo interesante es que la ley no sólo aplica cuando está en juego la propia vida, sino que incluso puede llegar a exculpar al homicida por proteger sus bienes jurídicos como la libertad personal, el honor y la inviolabilidad del hogar, salvaguardando el patrimonio físico y moral de los individuos. Es decir, queda un espacio para poder librar de condena a quien protege algo más que sólo su propia vida.

Desde esa lógica resulta pertinente preguntarse ¿cómo solucionar el conflicto de derechos de la madre y los del feto si es que el embarazo puede llegar a entenderse también como un acto de agresión sobre los bienes jurídicos de libertad, honor y patrimonio? Claramente no es lo mismo, pero tal vez un buen abogado pudiera explorar esta línea argumental para ver si resulta posible establecer la legítima defensa como un punto de partida desde el cuál crear un marco jurídico que no sólo posibilitara la despenalización del aborto sino, más importante aún, abriera el tema para enriquecer una discusión social que vaya más allá del simplismo del “derecho a decidir sobre el cuerpo” (como si la vida del feto no existiera) o el lamentable “prestar el cuerpo” (como si en este caso la madre brillara por su ausencia).

Me parece que como sociedad debemos abrir esta discusión sin prejuicios con el fin de determinar bajo qué condiciones es posible despenalizar el aborto. En lo personal estimo casi como lógico que la causal de “riesgo de vida de la madre” operaría como un criterio ampliamente aceptable, ya que la legítima defensa sería bastante directa. Menos claro me resulta creer si se aprobaría que el daño moral, de libertad y patrimonial producto de llevar a término un embarazo de un feto inviable justificara la legítima defensa. Y peor aún, si también llegara a definirse como justificable en el caso de un embarazo producto de una violación, donde aunque el bebé es completamente viable aparece el agravante de tener que relacionarse con el violador una vez que nazca (en tanto padre con derechos y deberes hacia la criatura). Pero estoy convencido que serían muy pocos quienes defenderían al aborto bajo cualquier circunstancia, más aún considerando que en dicho caso la falta de provocación resultaría en extremo discutible. Por lo que me parece que, como sociedad, estamos muy lejos de llegar a aprobar el aborto libre.

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Estimo que ese es el ámbito de discusión que debiéramos abordar como sociedad, buscar un acuerdo sobre las causales que podrían exculpar al aborto. Mal que mal ya existen en nuestra legislación situaciones en que ello ocurre, como es el caso de la legítima defensa. Y no olvidemos jamás que lo que se discute es la despenalización no las condiciones para facilitar el aborto. No se trata de fomentar una práctica a personas irresponsables sino de facilitar el enfrentamiento de una decisión terrible, muy compleja de tomar, que enfrenta a toda mujer con sus convicciones más centrales y que, definitivamente, le cambia la vida (sea lo que sea que decida) alterando para siempre su vida y la de su familia.

En definitiva este es un asunto de conciencia, y los abortos no desaparecerán ni aumentarán por la existencia de una ley en uno u otro sentido. No es una decisión de consumo como comprar un auto o una cartera, susceptible de activarse ante la aparición de alguna oferta. Cada persona es un mundo y todos somos diferentes. Algunas mujeres agradecen no haber abortado, pero para otras ha sido un verdadero infierno. No podemos extrapolar las condiciones de una a otra mujer. Y es por eso mismo que la ley debiera garantizar que cada quien viva según sus creencias y pueda tomar decisiones de acuerdo a su propia conciencia respecto de lo que cree que es bueno para sí, para su familia y la sociedad. La única limitante en lo social debiera estar en la definición de qué se considerará como delito y que no. Y eso entra en el terreno de lo judicial, del ordenamiento social; no en el plano de lo emocional, que aunque es legítimo opera en el ámbito de lo individual.

El aborto siempre ha sido y será una cruda realidad. Mal haríamos como sociedad si pretendemos tapar el sol con un dedo y simplemente condenarlo. Lo pertinente es abordarlo como un conflicto, en el que se contraponen derechos de madre e hijo y tratar así de buscar una salida jurídica que respete tanto la libertad de decidir como el derecho a la vida. Tenemos una gran deuda pendiente. Le hemos hecho el quite a este tema complejo y seguimos manteniendo un cuerpo legal que claramente no se ajusta a los cambios que ha habido en la sociedad ¿Hasta cuándo seguiremos así?

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