Planificar para reducir conflictos
Desde Ralco en los noventas hasta Hidroaysén en los últimos años, el país ha sido testigo de una creciente conflictividad por el uso de los territorios. Esta oposición se ha llevado a cabo en un marco carente de disposiciones públicas, donde se enfrentan quienes proponen los proyectos contra comunidades que ven en dichos proyectos una amenaza a su estilo de vida o al desarrollo que proyectan. El Estado brilla por su ausencia, no solo en la articulación de los intereses en conflicto, sino también en disposiciones previas sobre el territorio que nos ayuden a minimizar los conflictos.
Santiago Correa es Coordinador de investigación de Espacio Público. Ingeniero Comercial mención Economía de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Recientemente, Espacio Público lanzó un documento con propuestas para un ordenamiento territorial en energía. Dichas propuestas abarcan una serie de medidas, tendientes a fortalecer el esquema de áreas de protección, a incorporar criterios ambientales, potenciar el rol del Estado en el diseño de la transmisión troncal y a crear condiciones para que las regiones avancen en autonomía al momento de proyectar sus territorios sin poner en riesgo ciertas prioridades nacionales.
Quisiera detenerme sobre este último punto, pues es uno de los que puede generar mayor reticencia. Nuestra propuesta sugiere que, cumpliendo con una serie de disposiciones realizadas por el gobierno central, sea la región la que plasme autónomamente su estrategia de desarrollo en un Plan Regional de Ordenamiento Territorial (PROT). Esto implica zonificar y darle prioridad al desarrollo de ciertas industrias reservándole de forma vinculante determinados territorios.
Además de los ya conocidos y anquilosantes reparos que genera cualquier afán por avanzar en autonomía regional (argumentados en, por ejemplo, que no existe suficiente capital humano o que la eficiencia en la gestión regional es deplorable), muchos manifiestan que mediante un ordenamiento vinculante del territorio se corre el riesgo de rigidizar el proceso de instalación de nuevos proyectos y adopción de nuevas tecnologías. Esto último sería especialmente crítico en el caso energético, considerando que el avance tecnológico hace viables ciertas tecnologías con mayor rapidez que con la que se aprueban los PROT.
Partiendo de la base de que todo lo anteriormente expuesto constituye riesgos atendibles y ciertos, quisiera alertar sobre lo perjudicial que puede resultar el inmovilismo como respuesta.
Respecto al avance en autonomía regional, los argumentos no requieren demasiada detención. La falta de capacidades ha sido la histórica justificación para frenar iniciativas, pero no ha habido una verdadera razón para no avanzar justamente en la creación de dichas capacidades.
Respecto a la rigidez que esto pudiera generar, partir de la base que el Estado como articulador del territorio es solo generador de fricciones es desconocer, finalmente, que existen distintos intereses y visiones sobre el territorio y significa creer, además, que dichas visiones estarían deslegitimadas frente al desarrollo energético.
En un contexto en que se clama por certezas y reglas claras para la inversión, quienes proponen los proyectos debieran ser los más interesados en que la discusión respecto al desarrollo de los territorios se diera en el marco de la política pública, con una conversación entre los ciudadanos y sus autoridades locales (electas, claro, por votación popular). De esta forma, los privados entrarían en una fase más madura de la discusión, con la consiguiente disminución de incertidumbres que genera instalarse en un lugar que ya está reservado para dichos efectos.
Es cierto que la falta de flexibilidad de estos planes representa un gran desafío, pero en esto conviene hacer un paralelo con los instrumentos de planificación urbana que se han desarrollado ya en Chile. Si bien existen numerosos asuntos a corregir en ellos (como la capacidad de bloqueo que ejercen municipios a asuntos de interés urbano, o el tiempo que demoran en aprobarse planes reguladores) hoy en día sus disposiciones son ampliamente respetadas y han producido cuantiosos beneficios. Ejemplo claro de ello es el límite al crecimiento de Santiago (que la propia dictadura se apuró en reponer en 1984, después de haberlo eliminado en 1979), o el haber reservado fajas viales que hoy son las vías estructurantes de las ciudades.
No es libertad absoluta sino un marco regulatorio confiable y estable lo que se requiere para promover la iniciativa privada, tal como ya se ha estado haciendo en regulación urbana. En este sentido, hoy la discusión se ha sofisticado y avanza en términos de aportes de las obras al espacio público, desarrollo urbano condicionado y otros, dando muy por superada la discusión que parece imperar en el mundo rural sobre si debe o no contarse con instrumentos que regulen el territorio.
En Chile hoy se hace urgente que el Estado tenga un rol dispositivo y articulador, para que los conflictos por el territorio no se sigan agudizando y logremos compatibilizar crecimiento con el resguardo de intereses regionales.