Lugares Comunes
Los recientes acontecimientos en París no sólo han movilizado cierto horror generalizado en el mundo –incluso dando paso a declaraciones abiertas de hostilidad por parte de varios países contra el Estado Islámico–, sino que también han motivado en nuestro país diverso tipo de reacciones. Y aunque muchas personas se han sumado manifestando su apoyo hacia las víctimas de la violencia terrorista, o hacia la nación francesa en su conjunto, también se han alzado algunas voces para criticar estas manifestaciones.
Ricardo Baeza es Magister en Antropología y Desarrollo U. de Chile y Psicólogo Organizacional UC. Profesor de la Escuela de Psicología y de Masters de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibañez. Director del Diplomado de Gestión de Evaluación y Selección de Personas de la UAI.
Las razones de esta crítica van desde una supuesta inconsecuencia por condenar selectivamente los ataques a París y no dar igual tratamiento a la violencia ejercida sobre Siria, Palestina o inclusive el pueblo mapuche; hasta exponer una supuesta indolencia o una actitud incluso complaciente ante los poderosos del mundo, quienes aprovechándose de la empatía emocional de la gente manipularían a su antojo la opinión pública para maximizar el beneficio de sus propios intereses.
Me parece que todo esto está lleno de lugares comunes, de frases manidas que se convierten en cliché. Y es así que hablamos muy a la ligera de la violencia islámica –o con mayor precisión de la violencia del extremismo religioso–; o de la intención de los poderosos por controlar el petróleo; de la inhumanidad de quienes se niegan a aceptar refugiados; que apoyar a Francia es estar del lado de los abusadores; que no apoyarla es no tener corazón, etc. Las decimos no sólo porque nos habituamos a oírlas, a repetirlas como una forma de mantenernos en la conversación, sino también porque dichos lugares comunes nos permiten clasificar al mundo en categorías simples: los buenos y los malos.
Pero si algo tiene el mundo es que dista mucho de ser simple. Los fenómenos habitualmente son complejos, siendo sus factores involucrados numerosos y variados. Rara vez las situaciones, en especial las de conflicto, tienen sólo un punto de vista desde el cual verlas. Es fácil conmoverse con un niño ahogado, o con asistentes a un concierto acribillados; nuestra emoción se activa y vemos todo a través de ella. Pero rara vez vamos más allá y tratamos de profundizar en el fondo de la naturaleza de los conflictos, en su real complejidad. Es más fácil recurrir al lugar común, a la simplificación, a esa burda distinción entre el bien y el mal absolutos, como si la naturaleza humana no diera para complejidades mayores que las que pudiera llegar a entender un niño pre escolar.
A mi juicio, el mayor riesgo de todo esto es que abusamos de estos lugares comunes también como una forma de reforzar nuestra aparente identidad. Es relativamente sencillo y muy conveniente apuntar con el dedo a algún otro, atribuyéndole características negativas en afán acusador, ya que creemos obtener implícitamente una manera de poder ir definiendo quiénes somos. Esa simplificación caricaturizada opera como una suerte de separador, una manera de distinguir entre lo malo (lo ajeno) y lo bueno (lo propio). Y esto nos lleva, equivocadamente, a tratar de definir nuestra identidad mediante estos procesos de separación, buscando lo que nos diferencia de los demás para decir quiénes somos, en vez de mirar hacia nuestro interior y ver lo que de verdad nos define de manera esencial.
Y allí está la gran trampa de estos lugares comunes, porque en definitiva lo único que logran es separarnos, contribuir a una falsa sensación de identidad al ayudarnos a poner una frontera entre un nosotros y un ellos. Pero la identidad no es eso. No podemos definirnos desde lo que no somos, tenemos que ser capaces de decir lo que sí somos y, sólo entonces, poder reconocer las semejanzas y diferencias que tenemos entre unos y otros.
No entenderlo así es lo que ha llevado a muchos a lo largo de la historia a plantear aquel lugar común de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, torciendo en una lógica falaz, y con afán instrumental de corto plazo, el sentido de fondo de las semejanzas y diferencias. La historia está llena de estos acomodos instrumentales y una simple mirada al actual conflicto con el Estado islámico, que ya parece calificar con propiedad como una III Guerra Mundial, nos llevaría a constatar como sigue siendo una práctica habitual en el concierto internacional.
Pero no nos equivoquemos, nuestro problema en realidad no está en Siria ni en París. Nuestro conflicto es mucho más local que eso. La misma lógica reduccionista y simplificadora que ha llevado a escalar este conflicto mundial de odiosidades hasta el nivel en que está, también podemos encontrarla en la virulencia de nuestra propia cotidianidad. La intolerancia, la crítica ácida hacia las opiniones de otros, la tendencia a estigmatizar y caer en la caricaturización fácil, son buena prueba de que nuestra forma de relacionarnos con los demás es del tipo “disparar primero y preguntar después”. Que en vez de enfrentarnos con actitud abierta hacia el otro, buscando el entendimiento, más bien de entrada buscamos clasificarlo, enfatizando las diferencias, las fronteras que nos separan y entonces, sólo entonces, nos avenimos a interactuar con él.
Que ser facho, comunista, pechoño, ateo, de izquierda, de derecha, sionista, nazi, parece ser más determinante que cualquier otra característica personal. El universo completo parece quedar determinado por dichas clasificaciones y no habría que esperar nada bueno o nada malo de alguno de ellos, según en qué categoría uno decida clasificar a su interlocutor. Y al otro lo escuchamos desde ahí, lo interpretamos desde el modelo en vez de abrirnos a un diálogo de verdad, renunciando a poder ser interpelados por ideas nuevas. Y si decidimos de entrada poner a alguien fuera de nuestro círculo de relación, quedará entonces excluido de nuestro mundo.
Es interesante que la antropología haga una distinción clave entre los conceptos de espacio y lugar. El espacio viene siendo sólo lo físico, mientras que el lugar alude más bien al espacio social, a la vivencia y sentido de las interacciones que ocurran en él. Por eso es perfectamente posible coincidir físicamente con otra persona en el mismo espacio, pero vivenciando un lugar completamente diferente del que vivencia el otro, si es que ambos no comparten la misma lógica de sentido y las distinciones para percibir dicho espacio. Y el mismo rincón bajo el puente que para alguien es su hogar, para otro puede ser simplemente un urinario.
Según esto hablar de “lugar común” perfectamente podría adquirir un sentido nuevo, ya no en el plano del lenguaje como una frase manida o cliché sino como un espacio social de verdadero encuentro con el otro. Siendo así sería muy bueno que en vez de caer en lugares comunes del lenguaje, más bien aprendamos a construir dichos lugares comunes de sentido con otros. Abrirnos a conocer de verdad a los demás, a comprender sus distinciones y enseñarles las nuestras, a identificar puntos comunes, a inventar modos de interacción, a generar condiciones para definirnos como un “nosotros” realmente desde la esencia que somos, desde lo que compartimos.
Claramente es lo que necesitamos para poder superar nuestra individualista forma de operar y lograr construir una identidad auténtica, desde la lógica del encuentro, y no una pseudo identidad armada únicamente desde la lógica de la separación. Lamentablemente ya somos testigos de a lo que nos puede llevar esta lógica, que inevitablemente termina escalando la conflictividad, tanto a nivel mundial como en nuestras propias vidas cotidianas. Ojalá estemos dispuestos a hacer este cambio