¡Derechos humanos, vergüenza del tirano!
Durante la dictadura la frase que sirve de título a este texto era reiterativa, lanzada en marchas y protestas contra el régimen, fue una especie de grito de desahogo, una forma de enrostrarles a los militares y especialmente a Pinochet, la rabia contenida por las torturas, desapariciones y todas las formas atroces en que se violaron los derechos humanos. Había razones de sobra para gritarla con fuerza.
Rolando Poblete es Facultad de Educación, Universidad Central Doctor en Antropología Social y Cultural
Hoy nadie parece discutir la verdad contenida en tal afirmación. Incluso la derecha -que negó hasta el cansancio lo que todos y todas sabían- ha terminado aceptando que aquello fue real, que lo denunciado por las organizaciones más activas como la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, la Vicaría de la Solidaridad, la propia Iglesia Católica, los partidos políticos y tantas otras más anónimas, fue tristemente verdadero.
Con la llegada de la democracia y la paulatina sucesión de juicios a los militares se ha ratificado (es cierto que con dificultades y resistencias), que la impunidad no es posible, que no tiene ni puede tener cabida en una sociedad que se dice democrática. Siendo optimistas, podría pensarse que se ha instalado la idea de los Derechos Humanos como cuerpo normativo ampliamente aceptado en nuestra sociedad. Al parecer hemos aprendido la lección y establecido que el nunca más es un mandato indiscutible.
Sin embargo, tiene pleno sentido reflexionar por el alcance de éste en el contexto actual, caracterizado por la irrupción de grupos y sujetos diversos que han revelado, el carácter heterogéneo de la sociedad chilena. Dicho de otra manera, si realmente hemos aprendido que la doctrina de los derechos humanos es una regla universal, debemos interrogarnos hoy acerca del ejercicio cotidiano de ellos, de la forma en que los y las chilenas generamos una convivencia democrática, la manera en que nos vinculamos con la diversidad y con las identidades que han irrumpido en el espacio público como las etnias y su discurso reivindicativo, la mayor visibilidad de las minorías sexuales que reclaman el ejercicio ciudadano, la lucha por la igualdad y equidad de género y también por la llegada de inmigrantes que se han instalado en nuestro país.
Cada uno de estos sucesos cuestiona nuestra capacidad de aceptación y la forma de convivir con quienes encarnan la diferencia. La pregunta de fondo es si todos y todas son tratados de la misma manera, si gozan de los mismos derechos y si efectivamente en las relaciones cotidianas se respeta la dignidad de cada uno. Esto, bajo la premisa que las múltiples maneras -desde las más sutiles hasta las más evidentes- en que se expresa el racismo, la xenofobia y la discriminación, suponen tanto la vulneración de derechos como su flagrante violación.
Se trata, qué duda cabe, de situaciones que nos obligan a ampliar nuestra mirada en torno al ejercicio y práctica de los derechos, especialmente en una sociedad que se proyecta al desarrollo desde un pasado traumático en que las atrocidades cometidas han pasado a ser parte, se quiera o no, de la memoria histórica del país.
Por lo mismo, en un día como hoy en que el mundo entero conmemora el día de los derechos humanos, es más urgente que nunca no sólo renovar nuestro compromiso con el nunca más, sino también hacer carne, en la cotidianeidad de cada uno y en los diversos espacios en que nos desenvolvemos, nuestro compromiso con el respeto irrestricto de los derechos humanos y la igual dignidad de todos y todas.