Ninguna calle llevará tu nombre
Los autores de la moción dicen estar protegiendo la democracia, pero el efecto, de aprobarse el proyecto, sería restringirla.
Rodrigo Pablo es Abogado Universidad Católica.
Chile ha sido tradicionalmente un país tolerante en lo que a diferencia de ideas se refiere: las causas por conspiración y sedición son cosa del Siglo XIX; la Ley de Defensa Permanente de la Democracia (apodada “Ley Maldita” por el Partido Comunista) no sobrevivió diez años; el artículo 8° de la Constitución de 1980 (tomado del artículo 21 de la Constitución alemana en virtud del cual fue prohibido el Partido Comunista alemán en 1956), que buscaba impedir la formación de partidos con tintes totalitarios, especialmente de aquellos que promoviesen la lucha de clases, fue eliminado en la primera reforma de la Carta Fundamental. A su vez, las múltiples disposiciones, aún vigentes, de la Ley de Seguridad Interior del Estado, así como el artículo 19 N° 15 de la Constitución, que podrían ser usadas para poner fuera de la ley a más de algún partido, han sido de rara y restringida aplicación.
También, y a diferencia de lo que pasa en otras latitudes, la opinión de nuestros líderes ha sido siempre la de no excluir del debate a sus adversarios: la masonería y la Falange Nacional se opusieron a la proscripción del Partido Comunista, oposición que se plasma en la frase de Frei Montalva: “ante el comunismo vemos que hay algo peor: el anticomunismo”. Lo que dista mucho de lo dicho por Churchill: “el socialismo es la filosofía del fracaso, el credo a la ignorancia y la prédica a la envidia; su virtud inherente es la distribución igualitaria de la miseria”.
Esta tendencia pareciera estar cambiando, como atestiguan múltiples proyectos de ley que se han presentado durante los últimos años. Entre los que destaca “Ninguna calle llevará tu nombre” (Boletín 9746-17 de la Cámara de Diputados), que busca impedir “homenajes o exaltaciones” de la “dictadura cívico militar”, entendido por tal “a todo objeto o actividad que comprenda tanto actos de honor, apología o alabanza, como de negacionismo y justificación respecto del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, de sus perpetradores y colaboradores, tanto civiles como militares, de la Junta Militar impuesta desde el golpe de Estado, sus miembros originarios y reemplazantes, sus colaboradores y su obra, y de los crímenes y delitos de lesa humanidad que hayan sido cometidos por oficiales, subalternos y funcionarios de las Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad, sean militares o civiles o por personas o instituciones que hubieren actuado por el Estado en cualquiera de sus formas, o desde cualquier cargo de gobierno hasta el día 11 de marzo de 1990” (definición que supera con creces las que da la Real Academia Española a los términos “homenajes” y “exaltación”). Estableciendo para quienes se vean envueltos en estas actividades penas de hasta 15 años y un día de cárcel más multas de hasta 3.000 UTM (a la fecha $ 134.865.000); un procedimiento especial para su juzgamiento, que reduce de forma importante las posibilidades de defensa de los imputados (inconstitucional a juicio del informe de la Corte Suprema); además de un plan especial de educación para “la conservación de la memoria histórica”.
Los autores de la moción dicen estar protegiendo la democracia, pero el efecto, de aprobarse el proyecto, sería restringirla: las penas son altísimas (equivalentes al homicidio), y en la definición de homenajes caen varias columnas y libros de Ampuero; dichos de los ex presidentes Aylwin y Frei, y de otros muchos que sin ser partidarios de Pinochet, tampoco lo fueron de Allende; así como el funeral de cualquier persona que hubiese sido funcionario público durante los años 70 y 80, y cualquier artículo académico que defienda la economía liberal chilena.
Nuestro legislador debiera preferir –por el bien de nuestra convivencia cívica- que las “malas” opiniones sean sancionadas moral y socialmente, antes que por una imposición estatal. De lo contrario, es muy fácil encontrarse al lado del gran califa Omar, quien justificó su decisión de quemar la Biblioteca de Alejandría –reserva de todo el saber de su época- afirmando que “si los libros contienen la misma doctrina del Corán, no sirven para nada porque repiten; si los libros no están de acuerdo con la doctrina del Corán, no tiene caso conservarlos”.