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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Se vende uso del mar. Preguntar por Orpis

Orpis hizo precisamente eso: se disfrazó de lo legal, para así ponerlo al servicio de las necesidades de sus jefecitos. Vistió lo que le ordenaban con ropas lo suficientemente creíbles para que lucieran ante sus colegas como sus opiniones, como lo que él quería para Chile.

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Francisco Méndez es Periodista, columnista.

Resulta que un senador de la República prefirió su bolsillo antes que el respeto por la institucionalidad que tanto dice resguardar. Decidió ser trabajador público y privado a la vez, o mejor dicho: usó su trabajo en el Congreso como una buena manera para ser el mejor empleado de una empresa que lo usaba como el representante de sus intereses en el Poder Legislativo. Muchos en su sector lo encontraban un gran político, ya que parte de su trabajo había sido dedicado a tratar el tema de las drogas y la adicción, sin tomar en cuenta que él era el gran adicto a otra droga, a esa que ha puesto a la venta a la política, para ponerla al servicio de la peor de las ideologías: la del dinero fácil.

Jaime Orpis en un comienzo lo negó. Como pasa con todos los adictos, se sintió totalmente ofendido por la acusación que se le hacía. Habló de su carrera argumentando su pureza, su casi sacra honestidad que nadie podría enjuiciar. Pero sí había hechos que podían enjuiciarla. Había papeles, depósitos y muchos otros documentos que demostraban que sus pulmones no eran tan vírgenes y que su voluntad no era tan inquebrantable como decía que lo era.

Nos dimos cuenta de que junto con su supuesto irreprochable actuar como legislador, también era un gran elemento para el mundo privado. Era el trabajador del mes constantemente, ya que votaba de acuerdo a los requerimientos de personas que no habían sido elegidas por nadie, sino que solamente desembolsaban una nada de despreciable suma para que el “honorable” hiciera lo que ellos harían en su lugar. Y en ese contexto se aprobó la Ley de Pesca que se encuentra hoy en cuestionamiento.

Pero esto muy poca gente se detiene a pensarlo. Algunos lanzan gritos al cielo velando por la institucionalidad y criticando lo poco serio que sería revisar esta ley por la evidente ilegitimidad que muestran algunos antecedentes. Porque al parecer las formas son más importantes que el fondo, y las apariencias siempre intentarán tapar lo que realmente sucede, manteniendo una mentalidad legalista que logra ocultar la falta de ética y la venta de algunos de los miembros del hemiciclo ante el poder económico.

Orpis hizo precisamente eso: se disfrazó de lo legal, para así ponerlo al servicio de las necesidades de sus jefecitos. Vistió lo que le ordenaban con ropas lo suficientemente creíbles para que lucieran ante sus colegas como sus opiniones, como lo que él quería para Chile. Por lo tanto sería importante cuestionarnos si es tan importante seguir guiándonos por el qué dirán y sosteniendo una ley que se fraguó gracias a la insistente intervención de empresas en el corazón del aparato legislativo de una democracia que busca insistentemente validarse como tal, pero muy pocas veces lo logra.

¿No será hora de que nos demos cuenta del monstruo que hemos alimentado estos años democráticos? Porque me pregunto si no es acaso el momento preciso para que dejemos a un lado los simbolismos trasnochados y podamos reformar una regulación que solamente beneficiará a quienes tuvieron la influencia y el poder para moldearla de acuerdo a lo que estimaban conveniente.

Es cierto que es imposible anular todo lo hecho hasta el momento, pero eso no evita que nos pongamos a pensar en hacer los cambios necesarios para que no volvamos- nuevamente-a darnos cuenta en dos décadas más de lo mal que lo hicimos y lo poco que fiscalizamos áreas tan importantes como la que le concierne a la extracción de productos del mar.

El caso de Orpis es una vergüenza porque nos da cuenta del estado en el que se encuentra la relación entre la política y el empresariado. Pero también puede ser visto como una oportunidad para enmendar todo lo que esté a nuestro alcance con tal de cambiar, aunque sea en algunos ápices, lo que hemos venido construyendo. Porque no por el hecho de que un senador haya puesto en venta su orgullo y su decencia, nosotros debemos dejar que parte importante de estas tierras se vayan en el mismo paquete a las manos de unos pocos. Y esta reflexión no se sitúa en el terreno del manoseado “sentido común”, sino que se basa sobre la idea de que una democracia no puede ser comprada por el mejor postor en una venta de un garaje cualquiera. No puede dejarse en medio de la carretera al servicio de los temperamentales designios del mercado.

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