“Lord me la pelas” y la sociedad de los privilegios
La sociedad de los privilegios está conformada por personas que creen que antes que derechos, lo que tiene son privilegios, y lo reflejan en cada aspecto de su vida diaria, ya sea en las élites sociales o en los grupos más vulnerables del país.
Jonathan R. Maza es Secretario general de la Red Latinoamericana de Jóvenes por la Democracia.
En México vivimos una epidemia de arrogancia que es tolerada y hasta aplaudida por muchos mexicanos desde hace mucho tiempo. Se trata de la enfermedad de la “sociedad de los privilegios”, que lleva por síntomas la corrupción y la impunidad.
La sociedad de los privilegios está conformada por personas que creen que antes que derechos, lo que tiene son privilegios, y lo reflejan en cada aspecto de su vida diaria, ya sea en las élites sociales o en los grupos más vulnerables del país. En algunos, se ve reflejado por medio de beneficios extraordinarios de tipo político o económico y, para otros, son de prebendas clientelares, que en todo caso realmente corresponden a sus derechos.
Esta enfermedad mexicana se ha evidenciado aún más en los últimos años, y se hace cada vez más presente en la medida en la que aparecen personajes como el poderoso empresario Raúl Libién, alias #LordMeLaPelas, o por apariciones anteriores como las “Ladies de Polanco” y una larga lista de personajes que se viralizaron en las redes sociales.
En este grupo de personajes privilegiados, se hace común y generalizado el uso de la expresión “me la pelas”. En muchos de los casos, esta expresión quiere decir que quien la dice es intocable, que cuenta con ciertos privilegios que lo hace poderoso o que puede salir beneficiado de una situación o problemas frente a otro que se encuentre en la misma situación.
Sin embargo, como ya mencioné, esto no es algo nuevo en nuestra cultura mexicana. Pues, se trata más bien de una cultura política arraigada desde hace muchas décadas que ha tenido múltiples manifestaciones sociales y que demuestra la falta o ausencia del Estado de derecho y el cumplimiento de la ley.
Lo último demuestra que en México la ley se discute, se debate, se promulga, se reforma, pero no se aplica, dando paso a la corrupción y la impunidad. De acuerdo a datos del informe 2015 del Latinobarómetro, el 30% de los mexicanos dice creer que se pueden obtener beneficios de la corrupción y de la distorsión de las leyes, y, sin embargo, el 81% dice no estar satisfecho con la democracia que se vive en el país.
Estas cifras nos dicen que un tercio de la población espera sacar provecho de la no aplicación de las leyes, y una inmensa mayoría no tiene fe en la democracia. El Estado, la sociedad y el orden político comienzan a naufragar sin la certeza de que existan salvavidas y un rumbo a puerto seguro que les anime generar los cambios necesarios. Estamos, pues, ante una quietud que paraliza la democracia y la corroe.
Casos de corrupción e impunidad en la esfera del poder político de México podemos encontrarlos en una larga lista: exgobernadores como Mario Marín de Puebla, acusado de ser cómplice de una red de pederastia, o el caso de Humberto Moreira, exgobernador de Coahuila, que fue detenido en España por presunto lavado de dinero y nexos con el narcotráfico. Ahora, bajo el amparo del poder político federal, regresó a México libre y como víctima. O el caso del ex gobernador panista, Guillermo Padrés, que entre defraudar al fisco y otros presuntos delitos, se construyó una presa para uso personal en uno de sus ranchos con recursos públicos.
También, en el gobierno federal, explotaron asuntos de conflictos de intereses y corrupción al más alto nivel como los casos de la “Casa Blanca” propiedad de la esposa del presidente Enrique Peña Nieto, la cual fue entregada como obsequio por una empresa beneficiada con contratos de construcción e infraestructura por parte del gobierno mexicano, y el caso se repite con los ministros de Hacienda y Gobernación, Luis Videgaray y Miguel A. Osorio Chong. Todos libres e impunes.
Sin embargo, es muy común que en México la sociedad de los privilegios se extienda a las clases pobres y medias (por paradójico que suene). Por poner un ejemplo, esto sucede durante los periodos electorales, cuando en las campañas políticas los electores aceptan todo tipo de “obsequios” y “regalos” de parte de los partidos políticos y candidatos, que son pagados con recursos públicos, como playeras, utensilios del hogar, despensas y alimentos; hasta las prebendas más sofisticadas como tarjetas con dinero en el banco y electrodomésticos. Por supuesto, todo pagado con recursos públicos que aceptan gustosos los electores y al final nadie dice ni hace nada.
Es muy común entre los burócratas del gobierno que se conozca, se acepte y hasta se promueva el desvío de recursos públicos (dinero, equipos, vehículos y personal) a las campañas políticas en favor de ciertos candidatos, pero aparentar que esto no sucede se maquilla con cursos de blindaje electoral impartidos a los funcionarios públicos. En el lenguaje común, entre burócratas se habla de que algunas veces es necesario “tragar mierda sin hacer gestos” para que el “proyecto común” salga victorioso. Y esto se repite cada tres, y seis años sin que, una vez más, nadie diga nada ni se sancione a quienes infringen las leyes.
En México es cultura de uso común que el empresario eluda y evada impuestos, que el pobre espere el periodo de campañas para que le lleguen “regalos”, que el comerciante informal siga en la informalidad porque le conviene más, que el consumidor promedio compre piratería, que el poderoso use las banquetas para estacionar los autos de sus escoltas, que el burócrata de oficina se haga de oídos sordos y de la vista gorda a los actos de corrupción, y un sinfín de situaciones comunes que se repiten y viven día a día. Todas y cada una toleradas y aplaudidas, porque en la sociedad de los privilegios, como decimos en México, “me la pelas”.