El vestido rojo y un país dividido
"Independiente de quién haya plantado la polarización, ahora somos nosotros, los brasileños, quienes cosechamos sus frutos amargos".
Bruna Fonseca de Barros es Periodista y asistente de investigación. Cursó un Magister en Relaciones Internacionales en la PUC Chile. Ha trabajado en la redacción de Infolatam. Twitter: @bru_fbarros
Una joven usando un vestido rojo camina a su casa, en el trayecto un auto se aproxima y disminuye la velocidad. Dentro, hay una pareja que grita para fuera del vehículo, “¡Petista hija de ***!”. La joven demora unos segundos hasta que percibe que están gritando para ella. Las ofensas siguen, hasta que el auto dobla y los gritos se hacen cada vez más lejanos.
Esta situación, real, es cada vez más común en Brasil, incluso llegando a la agresión física. De un lado, los colores verde y amarillo apropiados como símbolo de una oposición al oficialismo. Del otro, el rojo representando los simpatizantes del Partido de los Trabajadores (PT). Entre ellos, la intolerancia.
El 16 de marzo entra para la historia tragicómica de Brasil. Primero, por la divulgación hecha por el juez Sergio Moro de una grabación donde la presidenta Dilma Rousseff ofrece al ex presidente Lula el cargo de Ministro de la Casa Civil (una especie de jefe de gabinete). Luego, el catalizador: la nominación de Lula como ministro, vista por parte de la población no solo como una maniobra para obstaculizar las investigaciones que enfrenta el ex presidente, pero como la reafirmación del aislamiento político de Dilma y su necesidad de la figura de Lula.
Los movimientos “anti PT”, entonces, salieron a las calles. La avenida Paulista ha sido escenario para estos manifestantes, que llegaron a ocuparla por más de 24 horas seguidas. Durante las marchas hubo enfrentamientos y agresiones entre los “verde-amarillos” y quien parezca apoyar al gobierno, o que demuestre ser contra el proceso de impeachment de la presidente.
Un estudio de la Fundação Getúlio Vargas muestra que la polarización también está presente en las redes sociales desde las últimas elecciones presidenciales. Pero, las manifestaciones “anti” no son exclusividad de Brasil. Las marchas anti Peña Nieto, el anti fujimorismo, anti chavismo, anti uribismo, son algunos ejemplos de la ascensión de estos movimientos en la región.
Tanto algunas figuras jurídicas, como la oposición y los medios son responsables por agudizar la polarización social, introduciendo una lógica de que es mejor punir a los corruptos utilizando métodos cuestionables, que no hacerlo (curiosamente esto no vale para los corruptos que hacen parte de algunos de estos grupos).
Moro y más recientemente Catta Preta, el juez federal que suspendió la toma de posesión de Lula, son héroes de una sociedad donde el odio es el elemento más eficiente de movilización social. Ambos hacen parte de lo que parece ser una competencia para ver quién produce, como dijo Wilson Gomes, investigador del área de la comunicación y política, “la acción anti petista más mediática”.
Está claro que el PT también alimenta la polarización. Podemos notar en el posicionamiento de Lula, quien afirma sufrir una persecución política de los que se molestan por el ascenso de las clases bajas y quieren mantener el privilegio de las élites económicas. En una marcha anti impeachment realizada el viernes, el ex presidente en su discurso a una multitud reunida en la Av. Paulista, asevera, “ellos visten ropa amarilla y verde para decir que son más brasileños que nosotros. Corte una vena de ellos para ver si su sangre es verde y amarilla. ¡Es roja como la nuestra! (…) ellos no son más brasileños que nosotros, porque son el tipo de brasileño a quien le gustaría ir a Miami hacer compras todos los días”. Dilma, por otra parte, refuerza en sus declaraciones que los golpistas no derrumbarán un gobierno electo democráticamente.
Independiente de quién haya plantado la polarización, ahora somos nosotros, los brasileños, quienes cosechamos sus frutos amargos.