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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Carta al que fue mi amigo y hermano: ¿Qué ocurrió en tu cabeza, Gerardo?

"Yo te defendí a muerte hasta que me dije: basta. Sigo pensando que sólo con la verdad, que supone sincera humildad, podrías recuperar tu ideal de vida religiosa de sesenta años".

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Andres Opazo B. es Máster en teología de la Universidad Católica de París y Doctor en Sociología de la Universidad de Lovaina. Ex Sacerdote de la Congregación de los Sagrados Corazones.

Querido Gerardo. La del encabezado es la pregunta que me hago. Recordarás que te escribí con afecto de hermano apenas aparecido el reportaje de CIPER sobre las adopciones irregulares. Ahí te decía que había llegado el momento de tu redención, al reconocer la verdad, pedir perdón por cosas ocurridas hace 30 años, y que hoy no harías de ningún modo. Te habrías ahorrado el calvario que te impusiste a ti mismo. Te faltó la humildad que impone la verdad. Creo que también inteligencia para prever el tumulto que se te vendría.

Mentías ya cuando dabas por muertos a los niños, grave delito. Y tuviste que seguir mintiendo sin arrugarte. Descalificaste públicamente como inmaduros a los que sufrieron el despojo de sus guaguas; una contradicción que te desnudaba. Dijiste que impedías el aborto, cuando a ninguno de esos padres se le pasaba por la mente. Nadie te creyó y nadie hoy te cree. Es la triste realidad. Los directamente involucrados continuaron la búsqueda de sus hijos dados por muertos hasta que los encontraron. ¿No era ese el momento para deponer la soberbia? El caso llegó a la  justicia civil, la cual reconoció varios delitos pero los estimó prescritos. Pero ya se había hecho la verdad. Gerardo, ¿por qué no abriste los ojos?

Una vez hecho público el caso, y dado el reprochable encubrimiento de las autoridades eclesiásticas en otros casos, la Congregación de los Sagrados Corazones se vio obligada a optar por la verdad y la transparencia, entregando la investigación a instancias independientes. Aunque no se detectó delito canónico, la responsabilidad moral era insoslayable. Por ello te mandaron a Argentina, para trabajar en la invisibilidad de un pastor de barrio. Era tu oportunidad como religioso y sacerdote. Pero esa realidad de servicio sin brillo no era lo tuyo. Tampoco resististe el alejamiento de lo que reconociste como tu familia, no de sangre, sino producto de una relación prolongada. Al enfermarse tu hermana, pediste permiso para venir a Santiago. Te la concedieron por 5 días. Pero no estabas dispuesto a regresar a Argentina. Con ello abandonaste la misión encomendada con el rigor de tu voto de obediencia. La Congregación podría haberte expulsado por falta tan grave, pero te ofreció una salida, la del permiso por un año para vivir fuera de su comunidad.

Por la prensa hemos sabido que el obispo de San Felipe te aceptó como ayudante de una parroquia. Dijiste que él te recibió como padre, en contraste con tu provincial. También éste se enteró por la prensa. El es todavía tu superior religioso. Deberías haberlo conversado; lo exigía el decoro. Tu regreso oficial a una parroquia fue acompañado de gran publicidad. ¿Por qué? ¿Cuáles son tus reales objetivos?

Con gran publicidad, también, hiciste recientemente dos afirmaciones. Primero, que mientras tú habías salvado niños, ahora se dictaba una ley para matarlos. Inaceptable: pues ni tú salvaste niños del aborto, nadie en ese momento lo pensaba; ni la ley de su despenalización promueve la matanza de niños. No veo allí más que oportunismo; ganarte el respaldo del obispo Ezatti y de la Jerarquía Católica que tampoco se caracteriza por decir siempre la verdad. En segundo lugar, sostuviste por televisión que eras perseguido por envidia al ser tan exitoso como sacerdote. Plop! Yo no sé qué idea tendrás del sacerdocio, pero para mí el discípulo de Jesús no aspira al éxito mundano. ¿Contra quién disparas al expresarte así?

Esto me lleva a hacerme la pregunta del inicio, dado que una vez compartimos el mismo ideal. ¿Qué ha pasado por tu cabeza, Gerardo? Tantas mentiras, tantas contradicciones, tanta ceguera, tanta soberbia, tanta odiosidad a tu Congregación que te lo dio todo, que te creyó y apoyó cuando se te acusaba de comportamiento impropio. Yo te defendí a muerte hasta que me dije: basta. Sigo pensando que sólo con la verdad, que supone sincera humildad, podrías recuperar tu ideal de vida religiosa de sesenta años. ¿O ya no es importante para ti? Pero eso es lo que más deseo para tu paz interior, puesto que por muchos años fuiste mi hermano.

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