De la oposición a la colaboración
Dejamos de mirarnos a la cara para conversar, y si lo hacemos no escuchamos al otro, porque como dibujó Liniers, vivimos en un país donde todos creemos tener la razón, por lo que no importan las demás opiniones, salvo para responder sin escuchar o para insultar.
Gonzalo Larenas es L&C Consultores, Licenciado en Letras y Literatura, Gestor Cultural, Magíster en Educación y Profesor de la UNAB.
Elevar el nivel de discusión en Chile parece tarea imposible: hemos caído en lo más bajo de la polarización de ideas, sin respeto ni oportunidad de escuchar a quien piensa distinto. Enemigos sordos que buscan gritar más alto para ser escuchados, transformando el arte de dialogar en un gallinero.
Es difícil, sobre todo cuando nuestros referentes y autoridades o representantes son muestra de lo peor y de nosotros. Son ejemplos de lo que no hay que hacer, de llevar la emocionalidad al extremo, cuando se supone que son personas preparadas, cultas, educadas; que, además, representan nuestros intereses, ideas y futuro, dejándonos en ridículo cada vez que argumentan; generalizando o haciendo ataques personales a quienes están del otro lado.
Partimos mal cuando los partidos o grupos que no están en el poder se hacen llamar oposición. Si estamos en oposición de quien nos gobierna, sea quien sea, significa que finalmente están contra todos nosotros y nuestro futuro. Pueden tener diferencias, pero no por eso se deben transformar en una barrera para el funcionamiento y desarrollo de la sociedad, y así nos turnamos entre opositores y gobernantes, cuando debiesen ser colaboradores. Wittgenstein tenía razón: todo radica en el lenguaje.
El problema comunicacional es grave entre personas y organizaciones de cualquier tipo; dejamos de mirarnos a la cara para conversar, y si lo hacemos, no escuchamos al otro. Como dibujó Liniers, vivimos en un país donde todos creemos tener la razón, por lo que no importan las demás opiniones, salvo para responder sin escuchar o para insultar. Nos encerramos en nuestras posiciones, olvidando que para llegar a acuerdo, debemos centrarnos en nuestros intereses, los que incluso (hilando más fino) podrían ser complementarios con quienes hoy creemos que piensan totalmente distinto.
No podemos seguir conviviendo como ebrios porfiados, que preguntan de qué están hablando para decir que no. Debemos restablecer lugares comunes y espacios de encuentro, reforzar la escucha entre personas e ideas como única forma de solución; no solo enseñando lo que significa la tolerancia, sino además practicándola. Es preciso ser coherente con lo que decimos, con lo que nos llenamos la boca alzando banderas y marchando por las calles, para después patear, escupir o violentar de cualquier forma a quien quiera expresar un punto de vista distinto.
Tan brutal es esta situación, que se hace normal el quedarse callado por miedo: al insulto gratuito, a la burla, al acoso, a la violencia, a pensar distinto. Miedo a dejar de obedecer a las masas que vulgarmente creen tener la razón. Volvamos al principio, leamos antes de hablar y recuperemos los argumentos que, de todas formas, de nada servirán si no escuchamos otras ideas.
Perdemos la capacidad de aprender de quienes de piensan distinto. Nos quedamos con el peligro de la única historia, que rápidamente se puede transformarse en un fanatismo alejado de la razón, bloqueado de conocimiento y sin capacidad de adaptarse a nuevas situaciones. No ven lo que no quieren ver; solo escuchan lo que quieren escuchar, dictatoriales en su forma de pensar, transformándose en lo que muchas veces critican, proyectando en otros lo que ellos practican y que dicen odiar.
Hemos llegado a situaciones tan absurdas, que no es extraño escuchar a personas diciendo que matarían a todos los que están a favor de la pena de muerte; así de ridículo es nuestro nivel de discusión. Más que risa, nos debería dar miedo, porque así es como parten los movimientos extremistas: escuchando una única verdad, sin importar las demás, incluso sin importar la vida del resto, haciendo daño e imponiendo las ideas del más fuerte.
Tanto nos costó llegar a una democracia para después actuar como si estuviésemos en una dictadura, representada por todos los sectores sin excepción, violentando a todo aquel que piensa diferente. Brutal.
Para terminar con esto, primero debemos darnos cuenta de nuestra enfermedad, como un alcohólico que reconoce que está enfermo; aceptar esta dura realidad y entenderla, darnos cuenta de que vamos por mal camino, y que de mantener esta forma de relacionarnos, podemos terminar en situaciones penosas, donde la estupidez humana da rienda suelta a su cometido.
Después de aceptar que estamos mal – algo difícil en una sociedad tan polarizada – llena de personas que piensan en blanco y negro, debemos comenzar a practicar la tolerancia, tarea titánica, pero no imposible, logrando controlar emociones, volviendo al principio de nuestro aprendizaje, dejándonos sorprender por las demás historias, por otros puntos de vista.
Una vez que nos demos cuenta y que practiquemos de buena forma la tolerancia – no solo de la boca para afuera -, entonces buscaremos la colaboración, pensando en el bienestar social y común que se desarrollará en políticas y relaciones a largo plazo, dejando atrás la competitividad por el trabajo personal en función de otro.
Propongo que llamemos ‘colaborador’ a quienes no se encuentran en el poder, dando un primer paso de quiebre, con lo que hoy conocemos como una constante oposición, dándole la oportunidad a las autoridades para que den el ejemplo, y dejen de fomentar la odiosidad y la polarización, porque así es más fácil recuperar los votos.
Pensemos en grande, como grandes, proyectándonos hacia el futuro.