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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Femicidio, violencia y la bestia herida

Todas hemos vivido la violencia como amenaza o como realidad, incluso en los mundos más “instruidos” y pretendidamente “civilizados”. ¿Micromachismos? Mis polainas.

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Rocío Faúndez es Trabajadora social y licenciada en ciencia política UC. Magister en estudios sociales y políticos latinoamericanos UAH, y Master en ciencias políticas y sociales UPF (Barcelona). Mamá de JM y Antonio. Investigadora del Área de Estudios del Programa de Acceso Inclusivo, Equidad y Permanencia (PAIEP) de la USACH. Ex directiva nacional RD, actualmente consejera política.

Hace años escuché a una psicóloga explicar que, a nivel individual, los femicidios suelen asociarse a momentos en que una mujer, hasta entonces subordinada, se emancipa: empieza a trabajar fuera de casa, da por terminada una relación violenta, inicia una nueva relación. Cuando pierde el miedo. Todas estas situaciones son percibidas por el hombre como una pérdida de control sobre esta mujer-propiedad que se sale de las pautas por él esperadas. Una pérdida de control que él no puede, ni quiere, tolerar.

Me acordé de este análisis durante las primeras semanas de marzo, porque me resisto a pensar que sea casual la sincronía entre el Día de la Mujer y la alta frecuencia de femicidios registrada en los días circundantes. Entre el 3 y el 10 de marzo, ocurrieron 7 de las 13 muertes que hemos tenido que lamentar este año. Repito: siete de trece. Como una amarga paradoja, en la semana del año en que más se escuchan en redes sociales y medios de comunicación palabras como “género”, “feminismo”, “derechos”, la violencia pareciera haberse desatado en rabiosa resistencia, escupiéndonos en la cara: No avanzarás. No te moverás sin mi permiso. No vivirás si no es como yo espero que lo hagas. La violencia, y quienes la ejercen, se declaran en rebeldía. Desde el acorralamiento, la fiera herida se revuelve y lanza dentelladas ansiosas y terribles.

Pero, ¿está realmente arrinconada la bestia?

Varias son las señales que nos indican otra cosa. Y aquí no estoy pensando, sólo, en las cifras. El miedo sigue siendo una emoción basal en la vida de demasiadas mujeres, una presencia que se delata en nuestros reflejos, aunque pensemos que no está allí. Hace un par de semanas, nos enterábamos de la muerte de un par de chicas que viajaban por Ecuador, y nuevamente tuvimos que escuchar preguntas que ya no debieran hacerse, si viviéramos en el mundo en que decimos vivir. Yo recordé inmediatamente a alguna amiga que vivió situaciones violentas durante algún viaje, que por puro azar no terminaron con ella en una bolsa de basura. La semana anterior, otra amiga me llama y me relata que ha tomado conciencia de venir saliendo de una relación abusiva. Hablo con ella largamente. ¿Cómo sé que decirle? Pues lo sé porque no es primera vez que tengo esa conversación. Leo en redes sociales el posteo de una tercera amiga que dice que su hija empezará a irse en micro al colegio, y que tiene miedo por eso, y que le da tanta rabia tener que seguir teniendo miedo por eso.

Y recuerdo todas y cada una de mis experiencias personales de acoso callejero, a manos de sujetos y de grupos de sujetos, que me hicieron sentir miedo. Y rabia. A lo que voy es: todas tenemos historias. Todas conocemos a alguien. Todas hemos estado en alguno de los dos extremos de esa conversación. Todas tenemos una amiga que ha vivido acoso en su trabajo, en distintos grados. Todas hemos vivido la violencia como amenaza o como realidad, incluso en los mundos más “instruidos” y pretendidamente “civilizados”. ¿Micromachismos? Mis polainas. El miedo sigue ahí, la violencia sigue ahí. Quizás la diferencia es que, en la dupla miedo y rabia, la segunda parece hablar cada vez más alto.

La rabia del depredador, la emancipación inconclusa, la rabia de la presa que ya no quiere vivir con miedo. En esas coordenadas estamos. Es tierra fértil para la violencia, si me preguntan a mí, desde un análisis que tiene poco rigor sociológico. En los regímenes autoritarios, es sabido, la represión recrudece cuando la población pierde el miedo. Es una situación que amerita ponernos más alertas que nunca, y proteger de forma decidida a quienes están más expuestas, a las que están rompiendo con el patrón. Porque lo que no puede ocurrir, lo que no puede pasar por ningún motivo, es que seguir avanzando por la ruta de la autonomía y la igualdad se transforme en una fuente de miedo. Porque no podemos tener miedo a perder el miedo. Porque el miedo no puede, no debe, inmovilizarnos nunca más.

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