Los encapuchados (y las cucarachas)
Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo
Si en la provincia, en una casa de campo, entras a una habitación desocupada después de mucho tiempo y enciendes la luz, seguramente verás a numerosas cucarachas escapar hacia los rincones. La mayoría es apenas una sombra sospechosa e intimidante, pero están esas pocas que se quedaron paralizadas a medio camino, tratando de no ser vistas por el depredador. Entonces uno sabe que hay una plaga de habitantes secretos, y es eso lo que da repugnancia. No las dos o tres baratas brillando evidentes, sorprendidas in fraganti, sino el fantasma de todas las otras que no viste. A veces creo que nuestra desconfianza pública —en cierto modo una forma de repugnancia— es eso: haber encendido la luz, pillar unas cuantas boletas, unos mails, los hilos sueltos de una madeja de poder, dinero y corrupción, y sentir el horror y el vértigo de todo lo que no vemos.
El escándalo de los Panama papers, por ejemplo, no se trata de si es o no legítimo tener inversiones en países donde se pagan menos impuestos. Lo que hace Mossack-Fonseca es que tú puedes ser controlador absoluto (y beneficiario) de una sociedad de inversión sin que nadie lo sepa. Contratas sus servicios e inviertes en su compañía. Ellos a su vez abren con tu plata una sociedad de inversión en Panamá u otro destino, los directores son un grupo de funcionarios de la firma y nadie sabe que el dueño eres tú. Todo lo haces a través de sus falsos directores, sin dejar rastro. Por supuesto que puedes ser un ingenuo ex-futbolista con cuantiosos ahorros o un exitoso cineasta al que le dieron un dato para guardar su plata. O un empresario deseoso de invertir en otras latitudes. Pero en ese pozo oscuro puedes ser también un mercenario africano, un narco de los grandes carteles o el líder de una organización criminal dedicado al tráfico de personas, y nadie lo sabrá nunca salvo los ejecutivos de Mossack-Fonseca, protegidos por el secreto bancario. Todo serán capuchas y nombres de fantasía. Ahora que se filtraron miles de contratos revelando los nombres de estos inversionistas encapuchados, ahora que se encendió la luz, todos quieren hacerse los inocentes, los que no sabían, los bienintencionados. Pero la sombra de las cucarachas está ahí, y obliga a preguntar ¿por qué, pudiendo abrir una sociedad de inversión con tu nombre y apellido, eliges abrirla en secreto?
Hay quienes han tratado de convencernos de que eso que hay ahí no son cucarachas. Pero la verdad es que resulta extraordinariamente sospechosa esta búsqueda de anonimato, ¿por qué esta conducta es diferente que quienes se infiltran encapuchados en las marchas?, ¿qué acciones planean emprender quienes no están dispuestos a operar a rostro descubierto? Los hallazgos del consorcio periodístico internacional que destapó el escándalo son elocuentes: dineros de Mossack-Fonseca pueden ser rastreados a carteles de narcotráfico en Colombia, a organizaciones criminales en Europa del Este, a guerrillas de mercenarios en África. El primero de los que destaca en las listas de chilenos con cuentas en la firma panameña resulta ser Alfredo Ovalle Rodríguez, nada menos que el ex-presidente de CPC y SONAMI, eterno sospechoso de ser el vínculo entre los capitales empresariales y las operaciones más oscuras de la dictadura cívico-militar encabezada por Pinochet. Hoy hay evidencia de que algunas de sus empresas secretas en Panamá financiaron la Operación Cóndor. ¿Cuántas más cucarachas encapuchadas alcanzaron a escapar?
En la misma semana, otros encapuchados toman palco en el conflicto entre choferes del servicio de transporte privado Uber y los de taxis básicos. Quienes defienden a los taxistas decretan injusto que conductores particulares puedan prestar esencialmente el mismo servicio que los taxis pero sin pagar los millonarios costos que un cupo de taxi tiene en la actualidad (en torno a los 12 millones de pesos) y que no es posible que esta forma de comercio informal ponga en riesgo a los clientes. Por otra parte, quienes defienden los beneficios de la plataforma operada por la empresa californiana Uber Technologies, destacan que supera en seguridad, eficiencia y precio a los taxis convencionales, y que el intento por impugnar su legalidad es solo un manotazo del gremio de los taxistas para eliminar una competencia contra la que no pueden lidiar. El conflicto nos deja escenas de terror cuando vemos hordas de taxistas persiguiendo vehículos bajo sospecha de operar con Uber, o tórridas historias de abuso sexual protagonizadas por estos choferes privados sobre quienes ninguna empresa tiene responsabilidad de control.
Pero detrás de estos ejemplares sorprendidos a la luz, otra vez la masa oscura de las cucarachas que no vemos nos obliga a preguntarnos ¿por qué los taxistas pagan 12 millones de pesos por cupos de operación que el Ministerio de Transporte licita de forma gratuita?. En efecto, el parque de taxis se encuentra virtualmente congelado desde 1998, y periódicamente se abren concursos para renovar los (pocos) cupos que han ido caducando. Quienes participan en dichos concursos reciben el cupo de forma gratuita, pero quienes le compran un cupo a Piamonte o a Toledo Hnos. pagan más de 10 millones de pesos. Lo más interesante es que los dirigentes gremiales parecen estar muy conformes con estos precios (que se han triplicado en los últimos 10 años), pues consideran que los protege. ¿Quienes son los encapuchados que han elevado a un precio absurdo y prohibitivo un cupo que recibieron gratuitamente?, ¿de qué se protege el gremio de los taxistas, de la competencia desleal o de perder una posición de privilegio?
Por otra parte los choferes de Uber son, en el discurso de la compañía, usuarios de una plataforma. Esto significa que muchas de las ventajas en seguridad y control podrían ser simplemente una fantasía, fruto de nuestra experiencia todavía primeriza. En la práctica, Uber no admite responsabilidad sobre el servicio prestado por quienes conducen los automóviles: no los reconoce como empleados, dejándolos desprotegidos laboralmente; no se hace responsable legal por sus actuaciones, dejando a la intemperie a los usuarios que pudieran reportar algún incidente grave, como un accidente con lesiones o haber sido víctimas de algún delito. Claro, el negocio de estos encapuchados de Silicon Valley es el uso de la aplicación de smartphone, sus alianzas comerciales con otras marcas, la facturación con tarjeta de crédito, la administración de las tarifas dinámicas, no el transporte de pasajeros. De hecho, su CEO comentó hace poco en una entrevista que esperaba en el corto plazo duplicar el número de conductores, pero de aquí a algunos años contar con la tecnología de conducción automatizada que le permitiera a la plataforma prescindir absolutamente de seres humanos que solo encarecen los costos del servicio. ¿Qué interés podrían tener los dueños de esta plataforma en cumplir con las leyes de los países en que operan?, ¿qué descomunal negocio puede haber detrás de una empresa cuyas operaciones en Chile funcionan con millonarias pérdidas que la empresa está dispuesta a absorber durante años?, ¿en qué posición quedan los conductores multados, los vehículos requisados, los trabajadores que requieran licencia? Pero claro, los noticiarios hablan de un conflicto entre choferes, taxis versus Uber, mientras los marionetistas permanecen en la sombra.
Con estos dos simples ejemplos que han llenado la prensa de las últimas semanas, solo quiero hacer un punto: a veces no se trata de tomar partido. Mucho de lo que vemos ocurrir no se trata de la oposición entre la libertad y la regulación, o entre el emprendimiento privado y la administración estatal; sino de localizar a los encapuchados que están detrás, moviendo los hilos de una trama ajena. A veces hay que seguir recorriendo la casa de campo, las habitaciones una por una, encendiendo las luces para localizar el nido donde se ocultan las cucarachas. Porque la desconfianza pública nos está matando, y al final buena parte de ella es más bien la intuición de repugnancia, la incertidumbre de lo que hay debajo pudriéndose. Quizás lo que nos impide confiar y reconstruir es la intimidante sensación de que nos están cagando y no sabemos quién.
Y ya basta de eso.