Nació para sufrir
Pido perdón a Lissette Villa, aquella niña que nació para sufrir, quien a nadie importó y nadie lloró, por lo que a mí quepa en las culpas colectivas de la sociedad y, especialmente, por usarla de ejemplo en una columna como esta.
Rodrigo Pablo es Abogado Universidad Católica.
La muerte de Lissette Villa ha sido el escándalo de esta semana, y no puede ser para menos: la niña de 11 años habría muerto producto de una descompensación en un centro del SENAME, el que se encuentra sobrepoblado y donde los funcionarios no tuvieron la capacidad para salvarla. Siendo las siguientes escenas, de esta triste historia, la directora del organismo culpando del suceso a la familia de la menor y a los trabajadores del centro, quienes a su vez culpan a la institución, mientras algunos políticos buscan obtener algún dividendo de esta macabra historia, que comenzó hace más de siete años cuando la menor llego al Centro Galvarino producto de los abusos sexuales y del abandono del que era objeto.
Sucesos como estos no son la falla de una familia, ni de un gobierno, ni de una institución; ellos son una falla social, que nos deberían recordar a todos que estamos haciendo las cosas mal. Es que Lissette, con sus 11 años de edad, la ingenuidad propia de su infancia y las duras condiciones que le habían tocado vivir, ninguna culpa pudo tener de los eventos de su vida, cuya mayor parte –si no completamente- vivió como víctima de abusos sexuales, de presidio en un centro del SENAME y del abandono de todos; para morir sin nadie a su lado y que luego sus restos y memoria fueran sometidos a toda clase de ultrajes, y sin siquiera recibir sepultura alguna, ni oraciones por su eterno descanso. Lo que nos muestra que, a veces, la desigualdad dura hasta más allá de la muerte.
Hay mucha gente como Lissette que necesita con urgencia ayuda de una sociedad que los ha abandonado porque no financian campañas de nadie, ni controlan poderosos sindicatos, ni tienen amigos de influencia, ni son jóvenes diputados cool, ni ayudarlos es vistoso ante las cámaras de televisión o electores. Esas personas, ese millón doscientos mil niños que viven bajo la línea de la pobreza, en un país como Chile donde las autoridades solo responden ante los requerimientos de los grupos de presión (taxistas, sindicatos, gremios empresariales, federaciones estudiantiles, ONGs indigenistas, etcétera) no tienen ninguna posibilidad de ser escuchados ni ayudados.
Esto ha sido por largos años la tendencia en Chile, y aunque estamos mejor que otrora, cuando existían precios fijos y varios regímenes previsionales donde los gremios más poderosos podían obtener mejores pensiones a expensas de la inmensa mayoría de la población, no se ve que exista la voluntad política de nadie para restablecer la autoridad del Gobierno, los Tribunales y el Congreso, y que se aprueben y hagan cumplir leyes que busquen el bien común de todos, incluidos los que no tienen voz, en lugar de solo dividendos electorales y el bien de un determinado grupo poderoso.
El Chile que se llevó a Lissette, es el de aquel Estado que busca controlarlo todo, en lugar de focalizarse en quienes más lo necesitan; el de las “AC” que prometen enormes dividendos, pero que la experiencia enseña que no son más que sueños de algunos que viven en un mundo irreal; el de las reformas pro igualdad que eliminan empleos y crean violencia en los lugares de trabajo; el de los poderosos gremios que defienden a expensas de todos sus beneficios, como los taxistas, que han impulsado al Ministerio de Transporte –el mismo Ministerio que para evitar una manifestación de 13 camiones en Santiago fue capaz de hacer bloquear la entrada de todos los camiones a la ciudad- a dar una interpretación errada de la legislación del tránsito y a intentar detener a empresas colaborativas como Uber y Cabify; el país donde políticos de todos los sectores son paniaguados de algunas empresas, y el país donde ante los grandes problemas de Estado, como la atroz muerte de Lissette o el mal diseño de la capital que nos hace verla inundada con cada lluvia, solo ve como sus autoridades se culpan unas a otras por el evento en lugar de admitir y buscar superar los años de desidia y abandono de aquellos que los necesitan, pero que no atienden por ser invisibles a los medios de comunicación.
Antes de terminar, pido perdón a Lissette Villa, aquella niña que nació para sufrir, quien a nadie importó y nadie lloró, por lo que a mí quepa en las culpas colectivas de la sociedad y, especialmente, por usarla de ejemplo en una columna como esta.