El día en que Eduardo Lara fue tomado en cuenta
Quizás lo que pudo prever Eduardo fue que esto quedaría en frases lindas y gestos coloridos. Porque, si somos realistas, su muerte no servirá para que revisemos las pensiones de nuestros jubilados, y menos para que nos preguntemos realmente si el efectismo antidelincuencia sirve para algo.
Francisco Méndez es Periodista, columnista.
Este 21 de mayo Eduardo Lara no esperaba lo que sucedió. No creyó que moriría ahogado y víctima de los desmanes de un grupo que creía estar haciendo una revolución que sólo existía en sus afiebradas e infantiles cabezas. Nunca estuvo en sus pensamientos terminar su vida producto de la irresponsabilidad de quienes encubren sus caras para esconderse de ellos mismos. Como tampoco se le ocurrió que su nombre aparecería en noticiarios, circulando de boca en boca de políticos que lo tratarían con familiaridad. Como a un conocido.
Al ver las declaraciones de sus cercanos y familiares, queda claro que Eduardo nunca esperó ser el símbolo de nada. No quería ser el argumento de relatos de parlamentarios, ni menos el fundamento de leyes que gozan de poca credibilidad. Pero lo es. Hoy es el nutritivo alimento de los asesores de senadores y diputados para informar a sus jefes de lo que deben hablar en las cuñas de prensa. “Ponga énfasis aquí” o “emociónese acá”, son algunos de los consejos que los redactores del sentimentalismo político dan a quienes deben enfrentarse a las cámaras para hacer valer esos proyectos de ley que muchas veces nacen gracias a casos como este.
Eduardo nunca se imaginó ser el motivo por el que ciertos personajes de la oposición volvieran a hablar de “los trabajadores”. Nunca estuvo en su cabeza que hicieran gárgaras con su condición de trabajador municipal, como si realmente fuera algo por lo que se preocupan constantemente. A cada momento y en toda circunstancia.
Tal vez esto sucede porque naturalizó el lugar y la forma en que vivía. A lo mejor no le pareció tan terrible tener 71 años, haber jubilado, y todavía seguir trabajando. Debió haber pensado que no sacaba nada alegando, que las pensiones en Chile serían así siempre, y que tendría que pasar algo totalmente extraordinario para que algún día se acordaran de él y pusieran su ejemplo en la televisión.
Y si es que le pasó por la cabeza esto último que especulo, lo cierto es que tuvo razón sólo en parte. Esto porque, si bien su nombre y su cara aparecieron en las noticias, su caso fue solamente un instrumento para que algunos hicieran valer su posición ideológica, confundiendo de manera intencional a los estudiantes con el grupo de tarados que necesitan romper locales comerciales para demostrar esa rabia a la que no le ponemos atención.
Eduardo Lara nunca creyó que iba a morir de la mano de encapuchados con capucha. Y menos que su muerte iba a ser aprovechada por los que no usan una visible. Por los encapuchados que disfrazan su extremismo con frases que nos hacen creer que actúan de acuerdo a un sentido común que ellos crearon. Esos que dicen no circular por los extremos y que creen que se ponen en los pantalones de las familias que alegan, según nos cuentan, “seguridad y orden”.
Quizás lo que pudo prever Eduardo fue que esto quedaría en frases lindas y gestos coloridos. Porque, si somos realistas, su muerte no servirá para que revisemos las pensiones de nuestros jubilados, y menos para que nos preguntemos realmente si el efectismo antidelincuencia sirve para algo. Sólo colaborará, en cambio, para que un discurso hegemónico-ese que lo tuvo trabajando hasta esa edad- adquiera más fuerza. Y sobre todo para que sigamos evitando las preguntas importantes: esas que tienen que ver con el origen social de estos violentos actos, para así saber cómo afrontarlos realmente. Sin populismos.