La crisis (permanente) de SENAME
Por ahora seguiremos con una protección especial mercantilizada e instalada en la precariedad. La pregunta, que a 26 años de la ratificación de la Convención de Derechos del Niño no debiera dejarnos dormir en paz, es ¿hasta cuándo?
Rocío Faúndez es Trabajadora social y licenciada en ciencia política UC. Magister en estudios sociales y políticos latinoamericanos UAH, y Master en ciencias políticas y sociales UPF (Barcelona). Mamá de JM y Antonio. Investigadora del Área de Estudios del Programa de Acceso Inclusivo, Equidad y Permanencia (PAIEP) de la USACH. Ex directiva nacional RD, actualmente consejera política.
El SENAME es una institución en crisis. No hoy, no esta semana: es una institución en crisis permanente, que cada cierto tiempo se vuelve más o menos mediática. Como, por ejemplo, cuando muere una niña en una residencia. Una niña que es la número 14 en morir bajo la protección del Estado, en los últimos nueve años.
El SENAME es una institución en crisis.
Pero poco se habla de cuánto de esta crisis se origina en el esquema de financiamiento sobre el cual se articula el sistema. No es aquí desde donde se nombra la crisis: se habla de las condiciones de habitabilidad de los centros. De las malas condiciones laborales de profesionales y funcionarios en general. De la baja calidad técnica de las intervenciones. De situaciones de violencia al interior de los hogares. De una sociedad completa que no se sensibiliza y no se hace cargo. Del tránsito incompleto hacia un enfoque de derechos. Pero nadie habla de la estructura de financiamiento sobre la cual se monta el sistema, y que determina, a través de un cierto esquema de incentivos, varios de estos otros “síntomas”.
Por eso queremos plantearlo aquí. Desde 1980, el sistema de protección especial en Chile se basa en el supuesto de un cuasi mercado, dinamizado por un esquema de subvenciones. Tal como en otras áreas de política pública, la “reforma” que Pinochet introdujo a en temas de niñez vulnerada (área que nunca había funcionado del todo bien en el país, hay que decirlo), se basó en una implacable combinación de dos lógicas: la doctrina de irregularidad social como aproximación a la niñez y la adolescencia, y el neoliberalismo como modelo de articulación de la sociedad.
Desde ese momento, las funciones del Estado en la materia se reducen y focalizan notablemente. Se traspasa la gran mayoría de los centros a instituciones privadas (organismos colaboradores) con las que se realizan convenios, y que serán, mediantes subvenciones por niño/a (en otras palabras, subsidio a la demanda), las encargadas de ejecutar la política pública. ¿Suena familiar?
El asunto, más allá de cualquier reparo normativo a esta visión, es que este mercado en particular nunca ha sido tal. No hay competencia (la/el niña/o no puede coger su “voucher” e irse a otra residencia, ni hay plazas suficientes como para que los tribunales asignen con criterio “estratégico”). Dado lo escuálido de las subvenciones (en 1981 fueron muy altas como “gancho” para echar a andar el molino, pero desde la crisis de 1982 se ha seguido funcionando con un déficit permanente), son pocas las posibilidades que tiene SENAME para exigir intervenciones de calidad a los organismos colaboradores; y las condiciones laborales demasiado malas como para contar con un recurso humano a la altura de la complejidad de las temáticas. Más aún, aunque haya razones para querer caducar convenios con ciertas instituciones por su mala prestación de servicios, es difícil hacerlo porque no hay oferta suficiente en el sistema para acoger esta “demanda sobrante”. El sistema carece de alguna “superintendencia” o ente equivalente que lo regule, por lo que el mismo SENAME es quien ejecuta (en muchos casos), supervisa y evalúa. Los incentivos, por lo tanto, inadvertida pero sistemáticamente van orientando las acciones hacia una baja inversión por niño/a, y a estadías prolongadas que se privilegian, en los casos de niñas/os privados de cuidado parental, por sobre intervenciones apuntadas a la reunificación u otra modalidad de egreso. Sin importar los centenares de documentos con orientaciones técnicas que puedan ir en el sentido inverso. La lógica estructural del financiamiento es implacable, y es la que prevalece.
Quizás la consecuencia más perversa de esta lógica, que está en el corazón del sistema, es que ha ido generando una sociedad civil clientelizada. Una sociedad civil cuyo indudable compromiso con la niñez, la adolescencia y el enfoque de derechos quedan, quiérase o no, condicionados a una necesidad de supervivencia que les liga irremediablemente a la subvención SENAME.
Por eso cuando se dice que las cosas no cambian porque “los/as niños/as no marchan”, lo que uno debería responder en realidad es: la sociedad civil preocupada de la infancia, sociedad civil que por definición está llamada a la colaboración y a la denuncia, en Chile, gracias al sistema de subvenciones, está mucho más cargada a la primera que a la segunda. Se trata, aunque a muchos les (nos) pese, de una sociedad civil domesticada. Es una sociedad civil que aborrece a SENAME, pero que le necesita para seguir existiendo. Una sociedad civil de sostenedores. Generar presión ciudadana para una modificación verdaderamente estructural del sistema se vuelve, así, una tarea no imposible, pero sí improbable. Si agregamos los densos nexos entre esta sociedad civil y el sistema político, expuestos por René Saffirio a propósito de su reciente renuncia a la DC, son pocos los motivos para confiar en una salida del estado de crisis permanente. Por ahora seguiremos con una protección especial mercantilizada e instalada en la precariedad. La pregunta, que a 26 años de la ratificación de la Convención de Derechos del Niño no debiera dejarnos dormir en paz, es ¿hasta cuándo?