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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

La Ley de Inclusión y la construcción de una pedagogía inclusiva, ese es el foco

El tema de la inclusión no es nuevo para las escuelas. A muchas de ellas sí les interesa transitar hacia niveles de mayor inclusión, pero lo que apreciamos en el estudio es que poseen pocos apoyos y condiciones para lograrlo. Lo primero que salta a la vista es que el concepto de inclusión es muy restringido y está asociado a niños con necesidades educativas especiales (NEE).

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María Teresa Rojas es Directora académica del Doctorado en Educación Universidad Alberto Hurtado – Universidad Diego Portales.Doctora en Ciencias de la Educación de la P. Universidad Católica de Chile en cotutela con la Universidad René Descartes – Paris 5. Licenciada en Historia y Profesora de Historia y Geografía de la P. Universidad Católica de Chile.

En los últimos días la Ley de inclusión, que comenzó a regir en las escuelas del país a inicios del 2016, ha sido noticia a propósito de la petición de algunos sostenedores privados de contar con más tiempo para comprar sus inmuebles. La ley establece tres años de plazo, pero los sostenedores indican que es un tiempo insuficiente cuando se trata de negociar préstamos con los bancos. Un grupo de parlamentarios ha apoyado esta demanda pidiéndole al gobierno que flexibilice estos plazos. La petición parece razonable en el marco de un cambio sustantivo del sistema escolar como es terminar con el lucro. Por lo mismo, es de esperar que el gobierno considere flexibilizar los plazos para que estas transformaciones se realicen sin prisas innecesarias.

Pero es más importante aún que la discusión de esta ley no quede anclada en cuestiones administrativas. Es urgente que el Estado realice un gran esfuerzo por comunicar el sentido y los alcances de esta ley y, a su vez, que los sostenedores otorguen las condiciones de tiempo necesarias para que profesores, profesoras, apoderados y estudiantes conozcan, analicen y reflexionen sobre las implicancias pedagógicas y éticas de la ley de inclusión.

En un reciente estudio que indagó a ocho escuelas que han adelantado el escenario de la inclusión, pues eliminaron sus procesos de selección académica y el copago con anterioridad a la promulgación de la ley, observamos que estos establecimientos realizan esfuerzos muy importantes por tratar de pensarse de manera más inclusiva. Estos procesos no son fáciles, pues docentes y apoderados resienten que abrir las puertas de una escuela a niños y niñas “diferentes” tiene riesgos académicos y consecuencias en la convivencia escolar. Los profesores temen que bajen los resultados en las pruebas SIMCE y también transparentan no sentirse preparados profesionalmente para trabajar en contextos diversos. Por su parte, los apoderados manifiestan recelo por las alteraciones en el ambiente social de la escuela y en el tipo de relaciones sociales que promueven para sus hijos.

El tema de la inclusión no es nuevo para las escuelas. A muchas de ellas sí les interesa transitar hacia niveles de mayor inclusión, pero lo que apreciamos en el estudio es que poseen pocos apoyos y condiciones para lograrlo. Lo primero que salta a la vista es que el concepto de inclusión es muy restringido y está asociado a niños con necesidades educativas especiales (NEE). Esto porque existe un decreto anterior, el 170, que asigna cuotas de niños con NEE por sala, otorga una subvención especial por cada uno de ellos y promueve la creación de programas de integración (PIE) con presencia de educadoras diferenciales y otros profesionales asociados. Se trataría de incluir a niños con “déficits”, que son responsabilidad de las educadoras diferenciales más que de la escuela en su conjunto. Existe una noción imaginaria de “niño normal” que sirve de comparación de todo lo que se aleja de ese canon para transformarlo en foco de deficiencia: niños migrantes, niños pobres, niños con ritmos y estilos de aprendizaje distintos, etc. El valor de la diversidad como característica de las sociedades complejas no es algo que haya sido muy reflexionado en estas comunidades. Los actores escolares tienen intuiciones y creencias al respecto, pero es claro que no han tenido ocasión para pensarlo, debatirlo y analizar los propios prejuicios al respecto.

Lo segundo, es que la inclusión se asocia al riesgo de disminuir los resultados académicos. Para las escuelas que han seleccionado históricamente a sus estudiantes a partir de sus antecedentes académicos, esta es una fuente de tensión muy relevante pues resienten que las pruebas estandarizadas no están pensadas para evaluar distintos estilos de aprendizaje infantil. Acá un gran desafío de la política pública. Es muy contradictorio que el mismo Estado promueva políticas con racionalidades distintas, pretendiendo que las escuelas implementen ambas. Por una parte, un sistema de aseguramiento de la calidad anclado en la subvención escolar preferencial (SEP) que obliga a las escuelas a mejorar sus resultados en el SIMCE; por otra, una ley de inclusión que elimina las barreras de selección y promueve mayor mixtura social y cultural entre el alumnado. Los profesores dicen con mucha razón, “no se puede hacer las dos cosas al mismo tiempo; o subo los resultados en el SIMCE o me preocupo menos de los contenidos y más de las relaciones sociales y la inclusión de mis estudiantes”.

Es preciso que el Estado transmita que la inclusión no es un riesgo. Sino que una condición necesaria para la formación de ciudadanos que construyan comunidades respetuosas, tolerantes y colaboradoras. No basta con la difusión de videos al respecto, sino con señales claras de que no es posible estandarizar los logros de aprendizajes de niños y niñas diversos. Dicho en otras palabras, disminuir la centralidad del SIMCE y de toda la burocracia asociada a la rendición de cuentas y aumentar los incentivos a las escuelas que construyan proyectos inclusivos y que promuevan que todos los niños y niñas sean acogidos, respetados, considerados con sus experiencias culturales e individuales y que tengan condiciones reales para aprender. Para ello, resulta imperioso que el Estado y los sostenedores otorguen tiempos y espacios para que los docentes puedan hacer adaptaciones curriculares sin temor a no cubrir todos los contenidos del currículo, planifiquen colaborativamente sus clases y reflexionen sobre lo que hacen en el aula y fuera de ella, de forma que construyan los cimientos de una pedagogía inclusiva. Eso es lo que debería estar en el foco de la discusión escolar con la implementación de esta ley de inclusión.

En educación ningún cambio es rápido ni de corto plazo. La ley de inclusión facilita condiciones de acceso a las escuelas subvencionadas por el Estado a todos los niños y niñas, sin importar la capacidad de pago de sus familias o sus antecedentes académicos, eliminando así cualquier discriminación de origen sociocultural. Pero eso no basta para cambiar la cultura. Una vez que niños y niñas están en la escuela, viene lo complejo, en este caso, construir una pedagogía de la inclusión. En esta tarea los docentes son clave. Pero para que puedan transformar sus miradas, sus prácticas y ejercer una pedagogía en contextos de diversidad, requieren de condiciones y políticas claras y coherentes que favorezcan la inclusión, no la competencia.

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