Un nuevo sistema político para Chile
Para ser consistentes con este proceso que hemos vivido, el sistema político chileno debiera migrar hacia un modelo parlamentario. Un sistema en que el partido más votado en las elecciones, en que difícilmente obtendrá una mayoría absoluta dado la emergencia de nuevos actores políticos, asume la tarea de conformar un gobierno mediante alianzas de gobierno que se realizan a plena luz del día y no el tipo de pactos a oscuras o de “cocina” a que estamos acostumbrados.
Patricio Escobar es Economista y director de la Escuela de Sociología de la U. Academia de Humanismo Cristiano.
Las sociedades humanas en el capitalismo están fundadas sobre contradicciones de alcance estructural. La más importante es la que se expresa en la relación que se produce entre el capital y el trabajo, que posee un carácter antagónico, en tanto el mundo del trabajo se encuentra en una condición de óptimo paretiano, en que el incremento del bienestar de una parte, necesariamente es a costa del bienestar relativo de la otra.
En concreto, el incremento de los beneficios empresariales, supone una retribución relativa menor a los trabajadores, incluso cuando es resultado de un aumento de la productividad o a nuevas condiciones de mercado. En ambos casos, el nuevo esfuerzo productivo no queda en manos de quién lo realiza o, en el mejor de los casos, no completamente. En sentido contrario, cualquier incremento de las retribuciones al trabajo, implica un aumento de los costos de operación que se trasladan a los resultados de la empresa y por tanto a las utilidades. Es la condición de explotación del capitalismo que describió con lujo de detalles Karl Marx hace ciento cincuenta años.
El siglo XX fue testigo de agudas luchas sociales en que los trabajadores organizados persiguieron nuevos derechos, mayor justicia distributiva e incluso el poder político. Este proceso supuso un mejoramiento importante de sus condiciones de vida y pactos sociales que dieron lugar a nuevos estados proveedores de bienes públicos y normas que cautelaban sus derechos.
Sin que supusiera eliminar la contradicción de base ni su carácter, paulatinamente se fue consolidando un sistema político que trataba de asumir el rol de modulador del conflicto social. La democracia representativa creó espacios en que los distintos intereses se confrontaban y alcanzaban pactos sociales (o se imponían consensos muchas veces) que aseguraban la necesaria estabilidad para lograr la reproducción ampliada del capital. Es decir, las condiciones sociales y políticas que determinaban las decisiones de inversión de los capitalistas.
Los años setenta reflejaron el colapso de ese sistema político en Chile, en tanto no fue capaz de materializar su función de espacio de mediación de los conflictos, y dio paso a un régimen dictatorial, en que la fuerza de las armas hacía innecesario cualquier consenso. Lo que en todo caso, igual satisface la condición de dar seguridad a la inversión, al menos en el corto plazo.
El fin de la dictadura inauguró un nuevo periodo caracterizado por un nuevo sistema político con un acento más presidencialista y no poco autoritario, derivado del peso legislativo que posee el poder ejecutivo encarnado en la presidencia de la nación. Esta característica era reforzada por un sistema electoral centrípeto, en que dos grandes fuerzas se repartían la representación electoral y tendían a confluir programáticamente en el centro político. Sin embargo, luego de un cuarto de siglo, el modelo en su conjunto enfrentó la banca rota y ese sistema político se mostró crecientemente incapaz de cumplir su función primordial.
El año 2011 no fue solo el momento en que el No + Lucro en la educación se tomó la calle. Más importante aún fue el momento en que la sociedad respaldó contundentemente esa acción. Pero resultó que no sólo era la educación el problema que concitaba la mayor preocupación de la ciudadanía. Al mundo del trabajo y sus reivindicaciones seculares, se sumó una explosión de demandas en los más diversos sectores. Desde el agua y los recursos naturales hasta el aborto y el matrimonio igualitario dieron cuerpo a la necesidad de abordar la “madre de todas las reformas”: la reforma a la constitución dictatorial, modificada ya el año 2005.
El proceso constituyente que se desarrolla en la actualidad, independiente de las definiciones respecto a la participación social, entregará más temprano que tarde, una nueva carta fundamental para Chile, que debiera romper definitivamente con la diseñada en dictadura. En ese contexto surge el tema de ¿cuál debe ser el mejor sistema político para nuestra sociedad?
El 27 de mayo de 2015, una modificación constitucional puso fin al sistema binominal, reemplazándolo por uno de carácter proporcional, que hará su debut en las elecciones parlamentarias de 2017. El efecto inmediato será un parlamento notablemente más variado y representativo que el actual. Nuevas corrientes de opinión encontrarán un lugar en este poder del Estado. El nuevo parlamento resultará, sin duda, un espacio más plural y en que a diferencia del presente, la construcción de nuevos consensos legislativos deberá ser fruto de acuerdos más amplios. Esto que es un signo alentador respecto al valor efectivo de la opinión ciudadana, debe verse complementado con una reforma profunda del poder ejecutivo.
El régimen presidencialista tiende a resultar más coherente en un escenario político de pocos actores, en que al peso de los consensos del legislativo se opone una presidencia fuerte, en que la estabilidad es resultado de un cierto equilibrio. El mundo político que se avecina será más plural y diverso. En él se encontrará más cómoda una sociedad que ha seguido el mismo derrotero en los últimos años y en que viejas y nuevas minorías antes silenciadas, hoy estrenan su voz.
Para ser consistentes con este proceso que hemos vivido, el sistema político chileno debiera migrar hacia un modelo parlamentario. Un sistema en que el partido más votado en las elecciones, en que difícilmente obtendrá una mayoría absoluta dado la emergencia de nuevos actores políticos, asume la tarea de conformar un gobierno mediante alianzas de gobierno que se realizan a plena luz del día y no el tipo de pactos a oscuras o de “cocina” a que estamos acostumbrados. La alianza que se forme se encontrará en condiciones de nombrar un Jefe de Gobierno que encarnará el Poder Ejecutivo por un periodo determinado.
Si en medio del proceso de gobierno se producen disensos en la alianza de Gobierno, referentes a la ejecución del programa u otros compromisos, esa alianza se puede disolver, dando paso a la conformación de otras nuevas o la convocatoria a elecciones, sin que ello suponga una crisis institucional. Escenario al que inevitablemente estamos expuestos el enfrentar un mal Gobierno.