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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

La violencia de género es un problema de salud pública

Desarrollemos una reflexión crítica sobre nuestra cultura machista, en la cual es frecuente que una mujer sea reducida a un objeto de gratificación y una posesión de otro, que puede ser o no su pareja. Hagamos lo mismo con nuestra institucionalidad que aún no logra garantizar los derechos fundamentales y no procura la paridad en la toma de decisiones, sumado a las nefastas consecuencias de la impunidad de los agresores.

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María José Rodríguez es Doctora en Psicología de la Universidad de Chile. Psicóloga con mención en Psicología social y las organizaciones, Universidad de Santiago de Chile. Hoy, profesora asociada de la Facultad de Psicología y Educación de Universidad Gabriela Mistral.

De acuerdo a la información oficinal del Ministerio de la Mujer y Equidad de Género al 21 de noviembre de 2016, en Chile se registran 34 femicidios consumados y 111 femicidios frustrados.

¿Cómo podemos explicarnos una cifra tan alarmante y ataques tan brutales? Para comprender este fenómeno es necesario considerar que una conducta violenta, que busca someter la voluntad de otro/a– en este caso una mujer- se da en condiciones que trascienden las relación entre las personas involucradas, condiciones en las cuales vivimos todos y que nos anteceden.

Toda violencia directa – como es el caso de un femicidio- se produce en un contexto sociocultural e institucional que tiene a su base violencia simbólica y violencia estructural. En Chile nuestra cultura es violencia en términos de género puesto que es machista, es decir, históricamente ha supuesto un valoración de lo masculino por sobre lo femenino. Luego, nuestras instituciones son injustas en términos de género, dado que son construidas desde esa cultura machista. Por tanto, intervenir la violencia directa de género (la acción de dañar física, sexual, económica o psicológicamente a una mujer por el hecho de ser mujer) requiere, para ser efectiva, atacar los problemas de base y no solamente el horror del daño visible.

Se debe abordar la violencia cultural, esto es, se debe trabajar por la igualdad de género, por vencer los estereotipos sexistas, la cosificación del cuerpo femenino, la objetivación de la mujer, su representación en los medios de comunicación como un objeto de placer y consumo, como un recurso de servicio, entre muchas otras acciones. Luego, se debe abordar la violencia estructural, es decir, toda acción institucional que perpetúe la injustica y falta de reconocimiento a la dignidad y los derechos de las mujeres. Esto implica revisar nuestras leyes, la operación de los servicios del Estado, la disparidad en las remuneraciones entre hombres y mujeres, la feminización de la pobreza.

Como se ve, se trata de una problematiza biopsicosocial y moral sumamente compleja, que requiere ser asumida de manera sistémica. Tanto a nivel de la garantía del Estado por los derechos fundamentales, las condiciones y trato que brindan las diversas organizaciones sociales, la formación en la escuela y los estudios superiores, por mencionar algunas.

La violencia de género, y toda violencia, no es un problema íntimo, es un problema de salud pública y su compromiso para erradicarla es moral. Es este sentido es un tema que nos afecta a todos, la sociedad en su conjunto se ve menoscabada por este flagelo. Y, tal y como toda expresión de la violencia, ésta nos interpela a todos/as como ciudadanos/as, pero muy profundamente como seres humanos. Como personas en necesario que reaccionemos y nos impliquemos en su erradicación. Esta es la dimensión política de la propia vida ciudadana, es el compromiso individual como parte de género humano: que cada uno de nosotros sea reconocido en su dignidad y tratado con justicia. No es sostenible marginarse del dolor de otros y a la vez pretender ser feliz en la indiferencia y la exclusión.

Respecto a las posibles intervenciones para detener este tipo de violencia es importante considerar que como fenómeno sistémico hemos de abordarlo a distinto niveles.

A nivel de políticas públicas en Chile hace falta una acción consistente en términos de cambio cultural. El Estado debe cumplir con sus compromiso de abolir los estereotipos sexistas, serviciales y denigrantes hacia las mujeres. Esto requiere una inversión fuerte en el mundo de la educación primaria, secundaria y superior, en los medios de comunicación y en el personal del Estado. La educación para la inclusión, el respeto y la paz hacen falta de manera dramática en nuestro país.

En términos estructurales hemos de hacer una revisión de nuestras leyes e instituciones con enfoque de género. En Chile la impunidad frente a estos actos son abismante. Y no solo en términos de femicidios sino también de maltrato y discriminación laboral, acoso callejero, violencia psicológica, económica, sexual y física hacia mujeres y niñas. Para disminuir la cifra de femicidios, es importante considerar que las denuncias por violencia de género sigan su curso de investigación aun si la retractación se ha producido, y fortalecer la protección y la justicia mejorando los recursos que dispone y destina para ello Carabineros de Chile y Policía de Investigaciones. La acción en tribunales y la asistencia en reparación de victimas también necesitan operar desde la comprensión de la psicopatologización que implica la violencia. Trabajar con víctimas es sumamente complejo y delicado a la vez, se requiere de una cierta preparación especial.

Ahora bien, no es suficiente centrase solo en el tratamiento de la violencia directa, se necesita trabajar con la cultura y las instituciones. Y cuando señalo la necesidad de revisar nuestra institucionalidad con enfoque de género quiero decir que hemos de trabajar desde la democracia de género, es decir, que todos, hombres y mujeres debemos observar nuestra cultura, instituciones y relaciones humanas en una acción de diálogo. Nos basta pensar qué es bueno para las mujeres, es necesario que participemos en la toma de decisiones y en la implementación de los cambios.

Sin esta participación paritaria en la toma de decisiones no se supera el patriarcado y los sistemas de privilegios. Para que haya igualdad se debe desarrollar una estrategia de equidad, y eso implica que es indispensable reconocer las diferencias de poder. Por ello el empoderamiento es esencial, y no es suficiente solo con mejorar las condiciones de vida para mujeres y niñas.

A nivel de las familias y de las personas -como individuos-, creo que lo más importante es reconocer la participación que uno tiene en la violencia, sea por ejercicio –consciente o inconsciente- por silencio o indiferencia, por descansar en el Estado o la escuela como los encargados de hacer la diferencia. Cada uno de nosotros tiene que ser protagonista del cambio y no esperar pasivamente que éste venga desde afuera. Este punto es básico. Luego, claramente viene el diálogo en la familia, la construcción conjunta de relaciones basadas en el respeto. No solo el respeto de no maltratar, también el respeto a ser únicos y diferentes, con un mundo propio, donde la vida de “todo otro/a” –íntimo o ajeno- es tan valiosa como la mía.

Como ejes de esta transformación yo propondría dos conceptos de gran relevancia: el reconocimiento del otro como un ser con dignidad y la empatía. Sin empatía es relativamente fácil que se produzca la violencia. La buena noticia es que ambos se pueden trabajar en la educación, y no solo de la escuela, sino en los medios de comunicación y en el personal del Estado.

Tanto a nivel ciudadano como estatal y privado, si reducimos el problema de la violencia de género a un acto privado, que se encuadra solo en las dinámicas de relaciones románticas y que es un triste problema de agresores y víctimas quiere decir que aún no estamos abordando el problema desde su base.

Desarrollemos una reflexión crítica sobre nuestra cultura machista, en la cual es frecuente que una mujer sea reducida a un objeto de gratificación y una posesión de otro, que puede ser o no su pareja. Hagamos lo mismo con nuestra institucionalidad que aún no logra garantizar los derechos fundamentales y no procura la paridad en la toma de decisiones, sumado a las nefastas consecuencias de la impunidad de los agresores. Asumamos lo que pasa en el mundo del trabajo, espacio donde los maltratos e injusticas hacia mujeres son cotidianos. Este ejercicio hemos de hacer en los diversos espacios sociales donde habitamos: escuela, universidad, familia, vía pública, lugar de trabajo, servicios públicos, relaciones íntimas y la sociedad en su conjunto.

Poniendo el tema cada vez más en agenda, actualizando nuestra institucionalidad, destinando recursos y desarrollando una visión crítica y el diálogo, es posible seguir avanzando hacia constituirnos en una sociedad más justa en la cual podamos todos y todas desarrollarnos.

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