¿Y si la homeopatía sirviera para algo?
Muchísimos estudios sistemáticos se han realizado para tratar de poner a prueba experimentalmente la eficacia de estos improbables tratamientos. El resultado ha sido el mismo: nunca un buen estudio ha mostrado que ningún tratamiento homeopático sea más efectivo que un placebo
Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo
Creo que en general, dos tipos de personas leerán con avidez esta columna y se decepcionarán. Primero, los creyentes fervorosos del método homeopático, quizás buscando la tan escurridiza validación científica, el apoyo de alguno de los que parecen sus enemigos acérrimos, una referencia bibliográfica que avale sus terapias. Segundo, los activistas del escepticismo, esos que miran con sospecha a cualquiera que no queme en la hoguera a los homeópatas, sus libros, sus familias y sus pacientes. Pero no encontrarán nada de eso. A los demás, quizás nos deje con un par de preguntas.
Para cumplir con lo primero, voy a comenzar diciendo que no estoy hablando de plantas medicinales, o de uso de sustancias más o menos naturales en la clínica, sino de la homeopatía como la describiera Samuel Hahnemann hace un siglo y medio. Y simplemente quiero decir que me parece del todo imposible que funcione, o al menos, que cumpla con la promesa que le hace a sus pacientes. Básicamente porque las ideas en las que está basada, que pudieron ser una interesante tesis de parte de Hahnemann en 1830, hoy resultan completamente absurdas y contrarias a todo lo que sabemos de química, farmacología y biología humana.
Esas ideas equivocadas son básicamente tres: La primera es que las enfermedades —que serían producidas por lo que Hanehmann llamaba miasma y que es, literalmente, “un mal aire”— no pueden convivir en un mismo organismo cuando tienen síntomas similares, y por lo tanto, unas enfermedades expulsan a otras, de manera que todos los síntomas presentes en un paciente corresponden a la misma enfermedad o entidad patológica. La segunda idea es que si una sustancia es tóxica y produce los mismos síntomas que una enfermedad, entonces puede ser usada para curar la enfermedad —Hannehman escribía que similia similibus curentur: lo “similar cura lo similar”. Y la tercera equivocación, es que las propiedades terapéuticas de las sustancias no son físicas, sino espirituales, y se verían potenciadas y separadas de todo riesgo potencial si es que las diluimos mucho muchísimo.
La primera de las ideas ya tenía como detractor, siglos antes, a Thomas Moffet quien teorizaba sobre algunas enfermedades causadas por parásitos. Mientras Hahnemann pensaba en las enfermedades como interferencias en el sistema de “fuerza vital”, tanto Semmelweis en Alemania como Lister en Escocia reducían increíblemente la tasas de mortalidad intrahospitalaria con el simple desarrollo de protocolos de higiene, lavado de manos y de instrumentos. Pero fueron los monumentales trabajos de Pasteur y Koch los que hicieron inequívoco el carácter infeccioso de algunas de las más importantes enfermedades de su tiempo. Hoy sabemos que son miles las enfermedades causadas por patógenos, mientras otras son causadas por el modo en que el ambiente interactúa con la herencia genética de los individuos. Prácticamente no hay enfermedades de causa desconocida, aunque sí algunas que no tienen causa única, y que son las que presentan mayor desafío para su tratamiento eficaz.
La segunda idea de Hahnemann es especialmente curiosa. Seguramente porque lo que intentaba inicialmente entender era por qué la corteza de cinchona funcionaba para curar la Malaria, y al mismo tiempo, conocía las ideas de Hipócrates respecto a usar raíz de mandrágora (que produce síntomas de agitación y confusión) para tratar enfermedades mentales. Tomó cinchona y se sintió mal, con fiebre y otros síntomas que le parecieron similares a los de la malaria. Creyó haber encontrado un principio general: si produce el mismo síntoma, cura el síntoma. Hahnemann no tomó en cuenta que algunos de sus colegas más tarde ingirieron cantidades similares de corteza del mismo árbol sin experimentar ninguno. Quizás Hahnemann solo se resfrió, o mordió una corteza contaminada. Hoy sabemos que el árbol no curaba la malaria por eso, sino porque su corteza contiene quinina, que mata al protozoo parásito causante de la enfermedad.
Hoy la medicina tiene un enfoque totalmente diferente: busca usar ciencia para descubrir las causas y mecanismos de propagación de una determinada enfermedad, para luego indicar tratamientos que interfieren con ese mecanismo causal. El tratamiento de síntomas se utiliza solamente como paliativo, justamente el tipo de medicina que el mismo Hahnemann más despreciaba.
Finalmente, la tercera idea respecto de la potenciación del poder curativo de una sustancia a través de su dilución en agua o alcohol sea acaso la más exótica de todas. Primero porque uno de los pilares de la química farmacológica es lo que se conoce como relación dosis/respuesta: si una sustancia produce un efecto, entonces mientras mayor es la dosis de la sustancia mayor será la respuesta, hasta llegar a la cantidad en que el organismo exhibe la respuesta máxima posible. Pero además por algo todavía más obvio. Las diluciones homeopáticas son tan espectacularmente altas, que en la mayoría de las soluciones, cremas o gránulos azucarados no habrá ni una sola molécula de la sustancia supuestamente curativa. Aceptar que las ideas de Hahnemann “funcionan”, significa aceptar que es posible curar una enfermedad sin preocuparse de tratar su causa, utilizando un veneno que podría matarte, pero sin ingerir ni una sola molécula de él.
Por si fuera poco, muchísimos estudios sistemáticos se han realizado para tratar de poner a prueba experimentalmente la eficacia de estos improbables tratamientos. El resultado ha sido el mismo: nunca un buen estudio ha mostrado que ningún tratamiento homeopático sea más efectivo que un placebo. No tiene para qué creerme, puede leer la revisión sistemática de Edward Ernst, que lleva más de 20 años estudiando la homeopatía (el artículo puede descargarse aquí).
El mayor de los peligros de la homeopatía es sin duda que jugar con venenos (como la mandrágora, la belladona o incluso sales de mercurio) sin saber lo que se está haciendo puede terminar muy mal. En realidad si uno sabe lo que está haciendo, es probable que simplemente no quiera siquiera jugar con venenos. Este es el caso de la homeopatía más artesanal, gracias a cuyo descriterio varios casos han pasado de un simple estado febril a una intoxicación con belladona. El caso contrario es el de la gran industria de la homeopatía, que difícilmente se arriesgará a matar a sus clientes, y por el contrario —y con gran ceremonia— le venderá una cajita con pequeñas bolitas dulces impregnadas en agua. Y ese es el otro gran peligro: creer que esas bolitas de azúcar y agua son capaces de hacer algo que la ciencia médica ha demostrado poder hacer mejor.
Lamentablemente, cada vez son más las víctimas de la ignorancia que mueren o ven morir a sus hijos de enfermedades perfectamente tratables con medicina, pero que por alguna razón imposible de comprender creyeron que la homeopatía era una alternativa razonable. ¿Estoy exagerando? No, hace unos días leí el caso de un niño con una infección del oído que murió porque sus padres prefirieron la homeopatía a la medicina. En ese sentido, concuerdo con quienes afirman que la gran industria homeopática es básicamente una estafa y la denominación de “medicina alternativa” para esta disciplina es sencillamente inmoral, porque la confusión le cuesta la vida a algunos de sus pacientes.
Pero ahora que ya he dejado clara mi posición, me parece perfectamente razonable preguntarse por esas muchas personas que dirán “sí, sí, Dr. Lazo, está muy bien todo eso… pero ¿sabe qué?, a mí la homeopatía me funciona”. Dirán que le estoy dando tribuna a los estafadores, pero cómo no me va a parecer interesante la posibilidad de que la gente se mejore o al menos reporte una experiencia positiva usando una terapia que no tiene pies ni cabeza.
A pesar de que su uso viene en franco declive en todo el mundo, varios millones de personas aún la usan a diario, incluso en los países que han discutido más seriamente su exclusión del sistema de salud pública —como el Reino Unido, que entre 2000 y 2010 redujo las recetas homeopáticas en el NHS de 134.000 a 16.359. A pesar de saber que no hay cómo pueda ayudarte tomar una solución de agua y azúcar que no contiene ninguna molécula de hígado de pato (como el osciloccocinum) o una dilución de varios cientos de veces de flores y brandy en agua (las flores de Bach), no veo ninguna buena razón para no creerle a esas personas que las usan año tras año para el resfrío y el insomnio, y que dicen que les funciona. ¿Por qué no voy a creer esos testimonios?
Como decíamos hace un momento, lo que la ciencia ha confirmado contundentemente es que la homeopatía no es mejor que un placebo. No que no tenga ningún efecto. Sobre todo si reconocemos los espectaculares efectos observados usando placebos. Por ejemplo, se ha reportado que la sola expectativa de recibir un tratamiento que mejora la neurotransmisión dopaminérgica en pacientes con enfermedad de Parkinson, incrementa efectivamente la dopamina en la sustantia nigra —el área del cerebro que degenera en estos pacientes— y reduce por un tiempo los síntomas motores. Más aún, en otros trabajos, cuando en pacientes de osteoartritis de rodilla se comparó la intervención quirúrgica de limpieza (dèbridment), con un lavado o con una intervención placebo (una falsa cirugía), los resultados fueron extremadamente similares, mostrando en los 3 casos una disminución del dolor y las molestias de alrededor de un 50% hasta 2 años después de la intervención. Suena como un éxito absoluto, ¿no?
Ahora bien, la homeopatía resulta estar en una posición privilegiada para operar como un placebo: hay una presión socio-cultural ejercida por muchas personas que dicen haber sido beneficiadas por estos métodos en sus casi 200 años de historia, hay una validación tácita por parte de la comunidad médica que por diferentes razones no ha dejado jamás por completo de recetarla y, finalmente, se trata de productos con estrictas licencias comerciales en manos de grandes laboratorios, que cobran elevadas sumas de dinero por estos tratamientos. Además, al menos en las versiones de estas grandes compañías (Hahnemann, Heel, Knop), el producto será probablemente seguro y no producirá efectos adversos. De hecho, nuestra predicción sería que no producirá efecto alguno. O sea se les atribuyen propiedades curativas, son caros y no hacen mal. ¿No sería extraordinario tener esta herramienta en manos criteriosas, informadas y científicamente serias para ser usado como paliativo o como co-adyuvante en terapias farmacológicas? Y si así fuera, ¿no sería razonable que estuviera en manos tanto del sector público como del sector privado?
Por supuesto, este uso sincero de la homeopatía tendría un par de dificultades éticas importantes que sortear. La más importante, el consentimiento informado. Porque si el paciente tiene perfectamente claro que le van a recetar una sustancia que no hace nada más que convencerlo, es altamente probable que no funcione como placebo. Pero engañar al paciente no suena como una alternativa razonable. De paso, una medida de este tipo significaría renunciar completamente a acercar la medicina a las personas mediante explicaciones comprensibles e información transparente. Habría que mantener una cierta oscuridad en la práctica médica para que fuera posible usar el efecto placebo en la clínica. Finalmente, cada peso de las arcas fiscales invertido en un placebo caro y comercial, es un peso que pudo ir a financiar medicina basada en evidencia para pacientes que necesitan tratamientos farmacológicos. La posibilidad de garantizarlo en la salud pública sería ya objeto de gran controversia por una cuestión financiera.
Conozco un científico que estaba a punto de irse a vivir a otro país, su hija estaba muy ansiosa, lo que incluía sueño inestable, ánimo combativo y otros problemas cotidianos. Para la gente que trabaja en neurociencias es evidente que la terapia neuro-farmacológica rara vez se justifica en niños pequeños y no había tiempo suficiente para iniciar una psicoterapia que la ayudara a lidiar con la situación. Tenían una amiga terapeuta floral y a su señora le pareció razonable intentarlo, aunque pensó que el marido científico se iba a oponer con firmeza. Pero resulta que la amiga era una psicóloga recién egresada, con quien la hija tenía muy buena onda. ¿Cómo no aprovechar la oportunidad? En este caso los padres estuvieron dispuestos a jugar el juego de las Flores de Bach, no porque creyeran genuinamente en su efecto terapéutico, sino porque una terapeuta totalmente convencida de lo que está haciendo, y al mismo tiempo cercana y significativa, interactuando con una paciente que está dispuesta a jugar y tomarse unas gotitas mágicas que están especialmente diseñadas para ayudarle a sentirse mejor, es quizás el más perfecto arreglo terapéutico basado en placebo que pueda imaginarme.
Sacar partido de estas posibilidades podría, en realidad, ahorrarle al Estado un montón de dinero y ofrecer herramientas muy relevantes para un tratamiento integral de las enfermedades. Sobre todo aquellas que tienen causas emocionales, dependen de intervenciones psicoterapéuticas o aquellas donde no contamos con tratamientos basados en ciencia. Incluso para reforzar terapias con fármacos o tratamientos de rehabilitación kinesiológica. Aunque quizás su forma más simple de implementación es que el médico nos trate bien, de forma cercana y nos explique con paciencia las causas de nuestras enfermedades, lo que se sabe de ellas y justifique las decisiones terapéuticas que toma. Que nos atienda por más de 15 minutos si la situación lo amerita, muestre preocupación por todos los detalles, transmita calma y seguridad. Acaso una de las razones más comunes que esgrimen los fans del esotérico Dr. Ricardo Soto es justamente que lo sienten cercano, disponible, como no suelen ver a sus propios médicos tratantes. Y eso debería ser una tremenda bofetada a todo el sistema de salud. No es aceptable que el gurú o el shamán de turno se comuniquen mejor con sus pacientes que un clínico experto.
Para tratar bien a los pacientes la medicina no debería necesitar demasiada evidencia, pero si así fuera, podemos recurrir al estudio que un grupo de investigadores de la Universidad de Southampton publicó en 2011 (puedes leerlo aquí) En él muestran que un grupo de pacientes tratados con homeopatía para la artritis reumatoide mostraron mejorías significativas; pero sorprendentemente, esas mejorías no eran explicadas por el remedio homeopático recetado, sino por el proceso de consulta médica, por el hecho de haber sido atendido, escuchado y haberle ofrecido una respuesta. No importa cuál fuera.
Da para pensar, ¿no?