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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Soy hijo de un paco

"Si la gente entendiera que detrás de un uniforme hay una familia, la sociedad conviviría mejor. Espero que algún día comprendan que las políticas públicas no las hacen los carabineros o que el millonario fraude no lo cometió el policía de la calle".

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Rodrigo Pérez Muena es Estudiante de Periodismo de la Universidad de Santiago de Chile y co director de La Coyuntura, medio de comunicación estudiantil.

Con nueve años me fui a vivir a Santiago con mi familia. Estábamos en Valdivia, algo muy distinto, y sabíamos que todo costaría. Acostumbrarse es complejo, las amistades se pierden y hasta los días son diferentes. Recuerdo dos cosas de ese verano: que fue caluroso y mi papá me sugirió mentirles a mis nuevos compañeros y decirles que él era taxista y no carabinero.

Cuando yo era chico, mis amigos de colegio sabían que mi papá era un paco. Cada vez que jugábamos, yo era el policía y mis amigos los ladrones y corría a buscarlos para llevarlos detenidos. Me gustaba, nunca escondí el trabajo de mi papá porque tampoco era un tema para mí. Vivíamos en una población llena de carabineros y crecí rodeado por la familia verde. No podía imaginar que los papás de mis otros amigos no fueran policías, pensaba que era el mejor trabajo del mundo.

Recuerdo la vez que mi papá me subía al carro para manejar o llevarme a dar una vuelta. Era muy entretenido. También tengo presente la vez que otros policías tuvieron que llevar a mi padre a nuestra casa porque estaba sangrando. Parece que le apuñalaron el brazo, porque lo tenía todo rojo, aunque en ese tiempo pensaba que se había cortado con el cierre de su chaqueta. Algo ilógico, por cierto, pero mi inocencia me ayudó a ignorar momentos malos.

Me puse feliz cuando mi papá pudo reacomodarse un pulgar de su mano. Todo ocurrió atrapando a unos “patos malos” y esa vez hizo tanta fuerza que su dedo se le salió. Con la adrenalina se lo volvió a acomodar y, como es porfiado, no fue al doctor. Pero la hinchazón fue lo de menos, lo importante es que salió bien.

Llegué a San Joaquín en la Región Metropolitana, y también estuvimos viviendo en una población fiscal. Varios de mis compañeros eran hijos de pacos, pero desde ahí recuerdo que hasta los profesores nos molestaban. Me daba lo mismo, no pescaba, total “todo me resbalaba como el aceite”. Pero lo que sí me importó fue cuando vi a mi papá mirando la ventana de nuestro departamento. El vidrio tenía un pequeño orificio. Nunca supimos, pero dispararon a nuestra ventana. La población no era tranquila, sabían que allí vivían pacos.

Después nos cambiamos a Lo Espejo, a otro edificio fiscal. Hubo veces en que los carros de Fuerzas Especiales tenían que vigilar el “conjunto residencial” porque las discusiones y tiroteos existían, no siempre, pero había. Nos dio sorpresa cuando supimos que el cabo Moyano, el policía motorista que murió por un disparo en 2007, vivía en el block del frente. La familia es la que sufre, pero para los carabineros es mejor morir en acto de servicio, porque así indemnizan a la familia con millones. En mi caso, no reemplazaría la plata a cambio de su pérdida.

Mi papá tiene muchas historias que no me ha contado. Le queda poco para retirarse, pero lleva meses esperando a que lo asciendan. Para mí no es problema que lo insulten y le digan “paco culiao” o “asesino cafiche del Estado”, me preocupa que estemos en una sociedad que no tolera, a pesar de todos los avances alcanzados. Tampoco es difícil ser hijo de un paco, no es un tema. Pero todos se sorprenden cuando lo saben y, a veces, hasta cambia el trato.

Son vivencias que ocurren a diario entre los carabineros. No estoy limpiando su imagen, pero sí reflejando algo de la realidad. Mi papá ha sido víctima de varios momentos difíciles e ingratos, pero, como en todo trabajo sacrificado, ha logrado salir adelante. La pega policial es arriesgada, de hecho, nunca sé si volveré a ver a mi papá otra vez, aunque la fe y confianza nunca se pierde. Ostentan el poder autorizado de la seguridad pública, pero la gente no comprende que son mandados a reaccionar de manera violenta y que la represión también es hacia ellos.

Solo basta ir al Hospital de Carabineros para escuchar los gritos de otros policías que están hospitalizados, pero no por estar graves o en riesgo vital, sino que por tener problemas mentales. Es una pega matadora.

Si la gente entendiera que detrás de un uniforme hay una familia, la sociedad conviviría mejor. Espero que algún día comprendan que las políticas públicas no las hacen los carabineros o que el millonario fraude no lo cometió el policía de la calle. El Estado los tiene como títeres para reaccionar contra la ciudadanía y solo deben responder las órdenes de los superiores para que no los echen. No todos pegan, no todos mojan, no todos son malos. El gran error es meternos en el mismo saco y condenarlos solo por ser policías. Pero lo peor de todo, es que también los he odiado.

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