El extremismo del nuevo gabinete de Piñera
"No querían 'moderación', sino un radicalismo real y de derecha. Tampoco querían unidad o asegurar gobernabilidad, sino que realmente encaminar los pequeños desvíos que este gobierno llevó a cabo".
Francisco Méndez es Columnista.
Durante el gobierno de la Nueva Mayoría, lo que más se escuchó pronunciar a las bocas de la oposición fue la palabra moderación. Encontraban que eso era lo que faltaba en la segunda administración de Bachelet, citando en cada momento un desliz mental del senador Jaime Quintana en el que recurría a una retroexcavadora imaginaria para desarrollar una idea.
Repetían que este gobierno era muy de izquierda, que un Partido Comunista extremo, que sólo existía en sus cabezas, estaba tomando todas las decisiones al interior de La Moneda, y que estábamos viviendo una revolución que, por muy poco, se diferenciaba de la bolchevique o la cubana.
Lo que pasaba, según argumentaban varios columnistas opositores, era que Bachelet estaba muy ideologizada. Había dado rienda suelta a sus sueños izquierdistas para así cumplir sus objetivos revolucionarios y, de paso, enterrar al país en una crisis moral y política tremenda, de la que algunos empresarios buscaban escapar marchándose al exterior. O por lo menos haciendo como si lo hicieran, con tal de meter miedo.
Claramente ese Chile nunca existió en otro lugar que en las páginas editoriales de ciertos medios. Era una manera de manifestar el repudio hacia ciertas pequeñas correcciones a un modelo que algunos quieren tal cual está. Pero sobre todo era su forma de expresar que lo correcto y lo que se debe hacer solamente ellos lo saben, por lo que aventurarse con otro tipo de ideas era un peligro para lo que querían que el país siguiera siendo.
Escondían su extremismo tras concepciones como “gobernabilidad”, “estabilidad” o “unidad”. La candidatura de Piñera, sin ir más lejos, construyó su relato sobre estas ideas. E incluso, sin vergüenza alguna, nos contó que con su regreso al palacio de gobierno llegaban “los tiempos mejores”. Hoy, y luego de la presentación de su gabinete, está claro que nada de lo anterior era cierto.
No querían “moderación”, sino un radicalismo real y de derecha. Tampoco querían unidad o asegurar gobernabilidad, sino que realmente encaminar los pequeños desvíos que este gobierno llevó a cabo. Y es que pareciera que volvieron armados hasta los dientes para recordarnos que su ideología no se toca, ni siquiera estéticamente.
¿Qué habría pasado-me pregunto-si es que un gobierno de centroizquierda hubiera puesto a un escritor abiertamente antiderechista de canciller o a un columnista de baja monta y pseudo polemista en el Ministerio de Educación? ¿Habría tanto silencio en las páginas editoriales de los medios? Yo creo que la respuesta es bastante clara: no. Habría, al contrario, un escándalo y un cuestionamiento profundo sin siquiera dejarlos comenzar a trabajar.
Recordemos que a Rodrigo Peñailillo y a Alberto Arenas los persiguieron periodísticamente antes que hicieran algo siquiera. Al parecer el problema era las ideas que levantaban y no cómo las levantaban. Agregando, obviamente, algo bastante importante: el color de piel.
El gabinete de Piñera, en cambio, es un lugar de rubios salvo algunas excepciones. La mayoría proviene de lugares identificables socialmente. Se encuentran en clubes, en casas de amigos y parientes para discutir el futuro de Chile con un trago en la mano. Se sienten felices por volver a instalar sus lógicas en La Moneda, aunque saben que estas nunca han cesado de imperar en Chile, por lo que el triunfo electoral es solamente una manera de autosatisfacer su ego; de sentirse democráticos e institucionales aunque realmente no sean más que un movimiento extremista con chaqueta y corbata.
Porque eso parecían al costado de Piñera cuando este hablaba en el ex Congreso, mientras sonreían convencidos de que su tarea era comenzar una contrarrevolución. Pero en vez de fusiles, usaban sus carpetas entregadas por el mandatario, y para no dar un discurso ideológicamente violento se escondían tras los números y los tecnicismos que finalmente no dicen nada. O mejor dicho, dicen mucho. Demasiado de los cuatro años que nos esperan.