Libertad de expresión en la cuerda floja
"Aunque cueste creerlo, la libertad de expresión es una conquista reciente".
Arturo Subercaseaux es Egresado de Derecho UDP.
De tiempo en tiempo, las redes sociales prenden fuego para discutir sobre la libertad de expresión y sus límites (si debiera haberlos). Años atrás pasó cuando la Corporación 11 de Septiembre realizó un homenaje a Pinochet. Pasó mientras los medios desfilaban al “pastor” Soto y su homofobia recalcitrante. Pasó con el “Bus de la Libertad” y su campaña contra protecciones a menores LGBTI. Pasó recientemente con la presunta censura a José Antonio Kast en la UdeC, y pasará cada vez que el polemista de turno justifique o relativice dictaduras y/o violaciones a DDHH (sea en Cuba, Venezuela o Pinochet), ofenda a alguna minoría o, en general, cuando se emita un discurso “políticamente incorrecto”. Pero, ¿qué hacemos como sociedad?
Si hay algo que es elocuente sobre la libre expresión es nuestra historia reciente. Ese relato fresco y doloroso, sobre cómo nuestro Estado fue usado no sólo para ejecutar opositores, sino asfixiar el discurso público, y la dictadura fue bastante agresiva cuando se trataba de controlarlo: desde destruir el legado artístico y cultural de artistas ligados a la precedente Unidad Popular, como la cobertura del gran mural “El primer gol del pueblo chileno” de Roberto Matta, o la quema pública de libros, o de restricciones sobre editoriales y diarios, entre otros. Luego vino la transición, donde, aunque duela, se mantuvo la censura. Recordemos que si bien nuestra Constitución establecía desde 1980 “la libertad de emitir opinión y la de informar, sin censura previa, en cualquier forma y por cualquier medio, sin perjuicio de responder de los delitos y abusos que se cometan en el ejercicio de estas libertades, en conformidad a la ley, la que deberá ser de quórum calificado”, el mismo artículo establecía un sistema de censura artística, y otras normas constitucionales y legales también se usaron en los ‘90s para restringir la libre expresión. Ello acarreó, entre otras, la censura de los libros “Impunidad Diplomática” de Francisco Martorell, “Ética y Servicios de Inteligencia” de Humberto Palamara y “El Libro Negro de la Justicia Chilena” de Alejandra Matus, y dos episodios derechamente ridículos: la cancelación de un show de Iron Maiden en 1992 y la prohibición de “La Última Tentación de Cristo” en 1997. Luego Chile fue condenado no una sino 3 veces por la Corte Interamericana por violar el derecho a la libertad de expresión y suprimimos la censura, los delitos de desacato y se aprobó la Ley de Acceso a la Información Pública. Aunque cueste creerlo, la libertad de expresión es una conquista reciente.
En este contexto, cabe destacar que la libertad de expresión no fue instituida como un reconocimiento del Estado soberano, oh generoso, que quería que sus súbditos se expresen libremente. Muy por el contrario: nace como una garantía de los ciudadanos para poder decir lo que queramos sin ser censurados por la autoridad política de turno, con todos los excesos posibles. Esto significa ser libres para emitir discursos desde un mundo tipo Glee, de respeto y aceptación, o poder criticar, disentir e incluso ofendernos mutuamente. ¿Por qué? Porque no todos pensamos igual y tampoco necesariamente nos respetamos. Pero aún en este mundo cruel, todos somos iguales en dignidad y derechos, y es de esta dignidad que somos libres para configurar nuestras vidas. Habermas justamente decía que “sin los derechos privados clásicos, en particular una igual libertad de acción, no existiría tampoco ningún medio para la institucionalización jurídica de aquellas condiciones bajo las cuales los ciudadanos puedan participar en la praxis de su autodeterminación”. Sin la plena libertad de expresión no somos realmente libres, porque hasta nuestra conciencia requeriría autorización del Estado para expresarse.
Puede que otros nos ofendan o que sus discursos nos parezcan intolerantes, pero el Estado no puede ser un custodio de sentimientos, sino un administrador de justicia. La gran razón de esto radica en que no debería restringir libertades de unos para proteger, preventivamente, los derechos de otros. No encarcelamos gente preventivamente para que no robe o mate, y con mayor razón, no censuramos a quien emita un discurso polémico sino a menos que efectivamente lesione los derechos de otros. Y, ¿Cómo conjugamos la libre expresión con la protección de los derechos? La solución democrática ha sido categórica: no es admisible ninguna forma de censura de discursos (salvo restricciones para resguardar la infancia de contenidos inapropiados), sino el establecimiento de sanciones posteriores por discursos que generen daños, como los delitos de injurias, calumnias, y ojalá más temprano que tarde, la incitación al odio. La censura dejémosela a los dictadores.
Cabe además precisar que, si bien un discurso nos puede parecer ofensivo o discriminatorio, ello no constituye necesariamente un discurso de odio. ¿Es discurso de odio oponerse a extender derechos de alguna minoría? ¿Discutir sobre militarizar La Araucanía o deportaciones masivas de migrantes irregulares? No: son discusiones legítimas dentro del debate político. La única norma sobre discursos de odio, en la Ley de Prensa, castiga al que “por cualquier medio de comunicación social, realizare publicaciones o transmisiones destinadas a promover odio u hostilidad respecto de personas o colectividades en razón de su raza, sexo, religión o nacionalidad”.
Por su parte, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, tratado vigente y ratificado por Chile, dispone que se deberá prohibir por ley “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia”. Entonces, el discurso de odio se limita únicamente a expresiones que directamente inciten a la violencia, la discriminación arbitraria u otras acciones ilegales contra personas o grupos sociales. ¿Y qué hacemos con la paradoja de Popper, tan citada con infografía de Pictonline incluida? Bueno, rememorar que “el intolerante” en el contexto de Popper eran los autoritarismos genocidas de la Segunda Guerra Mundial, no discursos meramente ofensivos o polémicos. No vaya a ser que, desde el púlpito de la tolerancia, nos convirtamos en aquellos “enemigos de la sociedad abierta” de los que nos advertía el liberal Popper.
Para finalizar, cabe recordar las palabras del filósofo Isaiah Berlin: “es aburrido leer a los aliados, a quienes coinciden con nuestros puntos de vista. Más interesante es leer al enemigo, al que pone a prueba la solidez de nuestras defensas”. Enaltezcamos la democracia celebrando la diversidad de nuestras opiniones y proyectos de vida. No nos rebajemos al nivel de quienes atentan contra ella, que en el terreno de los intolerantes, ellos ganan por experiencia.