Nadie cambia de sexo
"Se legisla para proteger la única fuente legítimamente primaria de conocimiento sobre la identidad sexual de alguien: su experiencia en primera persona".
Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo
La comprensión de la sexualidad humana ha cambiado en los últimos 100 años, no cabe duda. ¿Qué significa hoy exactamente ser hombre o ser mujer?, ¿qué significa eso para la asignación de los roles que cada uno de nosotros desempeña en público y en privado?, ¿cómo el sexo determina las actitudes que desplegamos, las señales de nuestra apariencia, los comportamientos en el trabajo, en el cuidado de los hijos, en la intimidad sexual?
Todo eso está hoy en discusión. Y no solo porque la sexualidad humana es un territorio todavía explorable e investigable por la ciencia, también porque la sexualidad es parte crucial de nuestra identidad personal y la pregunta por quienes somos es una que no se acaba nunca. ¿Hasta dónde podemos cuestionar nuestra identidad?, ¿cuáles de los aspectos que hoy parecen imposibles de cambiar mañana también serán objeto de rebelión y progreso?
Por supuesto, como en todos los aspectos de la vida pública, también sobre el sexo hay conservadores y progresistas.
Los conservadores dirán que la respuesta ya está. Que la naturaleza y la tradición ya te han definido, y no hay nada nuevo que preguntar. Dirán que los hombres son hombres y las mujeres, mujeres, por naturaleza. Que no porque nos hagamos las preguntas vamos a cambiar las respuestas. Don Ricardo Ezzati se atrevió incluso a igualar la rigidez de la identidad sexual con la rigidez de la especie, cuando hace unos días hizo una penosa comparación con perros y gatos. Se alude a “lo que siempre ha sido”, la ley natural, el alma de Chile, esas cosas.
Frente a ellos, el grupo progresista dirá que el mundo cambió y nuestras definiciones no pueden hacer otra cosa que cambiar. Que lo que ayer creíamos cierto sobre las especificidades de hombres y mujeres caducó, como caducarán mañana las certidumbres que tenemos ahora. Que esas certezas son contingentes y sostienen un sistema antiguo que tendrá que ser superado para adecuarse a un hombre y una mujer nuevos.
Mientras ocurre esa batalla campal entre la tradición y la transformación, entre preservación y progreso, cada hombre y cada mujer se preguntará por mucho tiempo de su vida quién es y qué significa ser eso, hombre o mujer. Y se dará cuenta —nos daremos cuenta— que estas preguntas no se agotan en un solo nivel, sino que se ramifican en casi todos los aspectos de la vida. Una cosa son los genitales y otra muy diferente es qué hacer con ellos. Nuestros nombres propios no venían con manual de instrucciones sobre cómo vestirse y comportarse, ni qué actitud tener frente a los hijos o de quién enamorarse, cómo enfrentar el trabajo remunerado y el doméstico. Cómo vivir.
El sexo como experiencia, no como apariencia
Es común que pensemos las categorías sexuales en binario: hombre y mujer. Y quizás esa sea una simplificación útil para la vida corriente. Pero al menos en la biología y las ciencias médicas estamos muy lejos de comprender totalmente de qué se trata.
Necesitamos comprenderlo con urgencia, porque a medida que las experiencias homosexuales, trans-sexuales y trans-género se vuelven más visibles, nuestras herramientas para predecir y modelar lo que pasa en el mundo empiezan a fallar más. Nos cuesta ofrecer marcos contundentes y basados en evidencia a quienes diseñan políticas públicas en género y educación sexual, no logramos enfrentar los desafíos en salud mental entre las minorías sexuales, nuestra epidemiología se vuelve imprecisa cuando involucra poblaciones cuya sexualidad desconocemos. Necesitamos un paradigma científico nuevo respecto a la sexualidad y género, uno que reconcilie las discrepancias o las faltas de comunicación entre diversos campos del conocimiento humano y nos permita describir y modelar el fenómeno de manera más completa.
Si hay algo claro es que ser hombre o ser mujer no depende de una sola cosa. En la sexualidad humana intervienen una gran diversidad de factores anatómicos (¿qué genitales tienes?, ¿cómo es tu estructura corporal?), genéticos (¿cuál es tu cariotipo?, ¿cuál fue el perfil de expresión del sistema SRY durante tu desarrollo embrionario?), hormonal (¿qué hormonas predominan e interactúan en tu cuerpo?, ¿cómo responden tus tejidos a esas hormonas?), y ocurre que esos diferentes factores no concurren solamente en dos casillas. Hay seres humanos que son cariotípicamente hombres, pero sus genitales y estructura corporal son absolutamente de mujer. Hay seres humanos con dotaciones cromosómicas que no nos permiten encasillarlos fácilmente en hombres o en mujeres, así como personas que transforman su cuerpo quirúrgicamente para disimular algunas características o exacerbar otras. Lo que quiero decir es que el sexo no es algo que pase en tus genitales y punto, los cambiamos y ya está. Es algo que pasa en todo tu cuerpo al mismo tiempo y durante toda tu vida. Es estructural. Ciertamente define cómo te ven, como te mueves, el tono de tu voz. Define la experiencia de habitar un cuerpo humano sexuado, reconocerlo propio, ser ese cuerpo. Y nadie más que uno mismo tiene acceso a esa experiencia primaria.
El género, por otra parte, tiene todo que ver con el comportamiento y el rol que reconoces como propio cuando interactúas con otros. Es una identidad que se realiza en la acción, en la conducta, en la relación. Típicamente diríamos que hay un comportamiento femenino y otro masculino, pero también esas definiciones pueden discutirse. La masculinidad reducida a autos, piscolas y deportes de contacto ya simplemente no da cuenta de la realidad. Tampoco la femineidad asimilada a la princesa delicada. La pregunta hace 30 años era qué cosas fuera del estereotipo masculino y femenino eran aceptables, y de a poco ha ido mutando a qué formas diversas de femineidad y masculinidad existen en la realidad.
Como sea, el género es siempre una identidad que se fabrica y se descubre. No viene dada. Emergerá a medida que aparezcan esos otros a los que imito o de los que me diferencio, esos con los que me identifico como un igual o como distinto, esas conductas que abrazo como propias o que me resultan ajenas. Seguramente tiene que ver con mi cuerpo y su sexualidad, cómo se encarna y despliega, pero también es un lenguaje y una vocación que reconozco. Habrá una referencia al cuerpo, su conformidad o su rebelión, el descubrimiento de sus posibilidades y sus limitaciones. Como todo en la identidad, sin embargo, una vez consolidado es tremendamente estable; de hecho, sabemos que el género —no solo el sexo— determina algunas diferencias anatómicas relevantes en el cerebro. Y, otra vez, el único y la única que pueden dar cuenta de esa experiencia en primera persona somos nosotros mismos. ¿Quién si no? Es en la propia experiencia donde uno puede reconocer el predominio de rasgos masculinos o femeninos, o la ausencia de una tendencia, o la convivencia de rasgos múltiples; y con ello una identidad que se ha de poner en palabras propias, que ha de determinar una conducta, una vestimenta, una manera de hablar. Un sí mismo.
Lo tremendo es cómo sexo y género, a pesar de que corresponden a dominios fenoménicos diferentes, constituyen a un mismo sujeto y son, en ese sentido, concretamente imposibles de separar. Quiero decir, la persona es ese género encarnado en un cuerpo sexuado singular, que le permite unas ciertas posibilidades y le restringe otras. No es que el género femenino solamente pueda encarnarse en un cuerpo de mujer, ni el género masculino en un cuerpo de hombre. Se trata de cómo ambas dimensiones convergen en la identidad: determinan un nombre, un rol, una imagen social, constituyen el punto de referencia para la orientación sexual —¿heterosexual u homosexual?, esa es otra capa de complejidad. Y del mismo modo como la persona puede experimentar una perfecta adecuación y conformidad, puede también experimentar tensión y disforia.
Es este el contexto de lo que viven las personas transgénero y transexuales. No una patología de la correspondencia entre sexo y género, sino una forma de identificación, una manera de integrar el propio cuerpo y la conducta. Una experiencia corporal de sexo distinto al aparente, una experiencia de género que choca con la expectativa.
¿Quién puede decidir cuál es la experiencia definitiva y verdadera?, ¿quién puede definir mejor que la misma persona cuál es el nombre, la identidad o el baño público que le corresponde a su experiencia vital?
El problema es precisamente que confundimos lo infrecuente con lo anómalo y proyectamos sobre las otras personas nuestros juicios e impresiones. Reaccionamos frente al choque entre lo que parece ser y lo que es, cuando jamás ha sido la apariencia lo que está en el centro de la sexualidad humana y la identidad personal, sino la experiencia en primera persona.
Esa persona transgénero que todos ven como hombre, pero que se identifica con un comportamiento femenino no le debe ninguna explicación a nadie. Es un hombre femenino. Esa persona transexual cuya dotación cromosómica es de mujer, pero que ha reconocido fuera de toda duda razonable que su cuerpo es el de un hombre, ¡es un hombre! Siempre lo ha sido y no es posible que deje de serlo, aunque le crezcan mamas en la adolescencia y se ensanchen sus caderas. Sabe que es un hombre, sus similitudes aparentes con un cuerpo de mujer lo hacen un hombre transexual, pero no se le puede negar la experiencia y llamarlo “mujer anómala”. Su sexo es su experiencia del cuerpo, no la forma.
“El cambio de sexo es imposible”
Por eso, cuando hace un par de días leí en El Mercurio que José Joaquín Ugarte escribía: “el cambio de sexo es imposible”, le encontré algo de razón. Esa persona transexual que busca una cirugía de transformación genital, reducción mamaria o que se pone implantes no está usando la cirugía para cambiar de sexo, sino para que la apariencia se condiga con su experiencia inequívoca. Tal como dice Ugarte, cambiar de sexo es imposible, porque el sexo es constitutivo de la identidad personal.
Probablemente por eso las personas trans-género y trans-sexuales son tan vulnerables en el plano de la salud mental, porque están siendo bombardeadas continuamente por quienes creen que la apariencia es una simplificación válida para el sexo y el género. Los hacen sentir injustamente necesitados de otro cuerpo o de un disfraz, invalidados en lo que han vivido y lo que saben de sí mismos, ajenos y desintegrados. La búsqueda de terapia psicológica, cirugías, tratamientos hormonales, a veces rebeldía estética y narrativas incendiarias, no son otra cosa que diversas expresiones de una búsqueda de paz interior y exterior. Un clamor por el restablecimiento de una normalidad que no les ha sido arrebatada por su sexualidad, sino por una comunidad que los decreta extravagantes.
Cuando se legisla sobre la identidad de género, con todas las imperfecciones que el proyecto pueda tener, no se legisla para que las personas puedan “cambiar su sexo” o “cambiar su género”, como equivocadamente han mostrado creer muchas voces conservadoras en este debate. Se legisla para proteger la única fuente legítimamente primaria de conocimiento sobre la identidad sexual de alguien: su experiencia en primera persona. Qué se siente ser él o ella, habitar ese cuerpo, con esos genes y esos órganos, y esas hormonas, y ese carnet.
La pregunta por cómo integrar a los niños y adolescentes en esta legislación no es, desde ese punto de vista, cuándo es legítimo o no someterlos a una cirugía, terapia hormonal o cambio de nombre. Sino cómo hacemos que nuestras leyes reflejen lo que la sexualidad verdaderamente es durante la etapa infantil y adolescente: preguntas de todo tipo, búsquedas personales y colectivas, descubrimiento de un cuerpo en permanente transformación, producción de una identidad propia, camino por recorrer. Cómo nuestras leyes encarnan una narrativa que reconoce la voz y la experiencia de los niños y adolescentes como válida, como responsable de identificarse frente a otros. No los hace callar, sino que les ofrece la oportunidad de hacerse a sí mismos, acompañados por adultos con identidades que no cuelgan de estereotipos, sino que tienen la solidez de lo genuino, de lo propio.
He ahí lo natural: que niños, adolescentes, adultos y viejos crezcamos mirándonos unos a otros en nuestra más honesta diversidad, y tengamos la posibilidad de reconocernos, identificarnos y desplegar quien más genuinamente somos. La sexualidad y la identidad de género no son más que uno de los muchos ámbitos en que esto se hace realidad.
No creo que estén totalmente equivocados los que, como José Joaquín Ugarte, opinan que la naturaleza impone unas ciertas posibilidades y límites que funcionan como una ley universal.
Lo que aparentemente les falta es conocimiento de la naturaleza humana.